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Columna
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LGM

El Ayuntamiento de Granada le ha concedido su Medalla de Oro a Luis García Montero. LGM impuso en los años 80 una nueva voz en la poesía española, y esto distingue a los poetas grandes: deciden cómo debe hablar poéticamente su generación. (En poesía, como en política, los que más importan imponen el tono de la conversación.) Dejó aparte a sus hermanos mayores, los poetas culturalistas de los años 70, y se fijó en los poetas de los 50, que lo adoptaron como a un hijo que, caso raro, podía ser amigo verdadero de sus padres. Los del 50 son coloquiales y amistosos, como LGM: sus poemas funcionan como una charla entre compañeros que quisieran que la fiesta no acabara nunca. El trabajo en común se convirtió en fiesta y la militancia política fue una fiesta, un estar entre amigos. Así ocurrió en Granada, que en los 80 ocupó el centro de la poesía española gracias a Luis García Montero, a Javier Egea, a Álvaro Salvador, a su maestro, Juan Carlos Rodríguez. Era la Nueva Sentimentalidad, que pronto se ganó excelentes amigos y enemigos, pero también amigos y enemigos pésimos.

Quien quiera entrar en los pensamientos de LGM, que lea su nuevo libro: La intimidad de la serpiente. En Los ojos dibujados: el autorretrato en la poesía española y el arte contemporáneos, última entrega de la revista Litoral, miramos a LGM con los ojos con que se mira a sí mismo: "Nunca he tenido dioses/ y tampoco sentí la despiadada/ voluntad de los héroes.../ Comprendí que la inmortalidad/ puede cobrarse por adelantado./ Una inmortalidad que no reside/ en plazas con estatua,/ en nubes religiosas/ o en la plastificada vanidad literaria,/ llena de halagos homicidas/ y murmullos de cóctel./ Es otra mi razón. Que no me lea/ quien no haya visto nunca conmoverse la tierra/ en medio de un abrazo".

"Me basta con la vida para justificarme", dice LGM. Ha descubierto un nuevo modo de hablar poéticamente, es decir, de pensar y mirar las cosas para, al decirlas en voz alta, hacerlas más claras, más evidentes y reales. Las ciudades importantes tienen poetas importantes, que, como sugería Walter Benjamin, no atienden a lo superficial, lo éxotico que tanto impresiona a los forasteros. Los poetas nativos captan el ritmo mental de su ciudad, y Granada es un modo de ser, el ritmo de los pasos por la calle de Reyes Católicos, la calle de LGM, hacia la Gran Vía, la calle por donde se huye hacia el norte, o hacia la Bomba, la otra calle de Luis. La ciudad es un recurso mnemotécnico para el paseante, decía Benjamin, una máquina que ayuda a recordar, según el antropólogo Marc Augé (el jueves, por Granada, yo pensaba cómo los alumnos de mi colegio nos dividíamos según los distintos caminos que tomábamos para llegar a casa: distintos modos de vivir, divisiones sociales en el interior de las clases medias: la increíble novela de la realidad).

La poesía de LGM suena como una conversación al paso, en la calle, porque la literatura sólo es uno de los nombres que merece la amistad. Ahora LGM se ha ido un poco de Granada, para acercársela más, supongo, como esos présbites que se alejan el periódico para leerlo mejor. La ciudad lo honra con su Medalla de Oro, como a un campeón olímpico.

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