Prodigio sustitutorio
Cada vez que se acerca un periodo electoral pasa lo mismo: el ambiente se vuelve irrespirable y a la amenaza de la violencia física que practican los terroristas se une un discurso constitucionalista de inusitada violencia verbal. La distinción entre violencia física y verbal es abismal, pero el discurso intelectual ha llegado a tales límites de bajeza conceptual que alguien tildará de equidistancia lo que, evidentemente, ni es ni puede serlo. Desde hace años, las elecciones en Euskadi no son una oportunidad para la alternancia sino para la épica heroica del asalto. Las instituciones son descalificadas por sistema y tildados de antidemócratas quienes las dirigen. La grosería en los adjetivos adquiere proporciones inusitadas y, acaso descartada en secreto la posibilidad de acceder a una mayoría en las urnas, se recurre a la deslegitimación institucional.
Una significativa porción del pueblo vasco se ha quedado sin representación política, medida muy discutible, por más que no suscite ninguna simpatía la degradación moral de unos cargos públicos que asisten con absoluta indiferencia al asesinato del contrario. La amenaza de procesamiento judicial de miembros de los partidos del Gobierno tripartito es argumento cotidiano. La confusión llega a límites extremos: se hacen depender los derechos fundamentales de la vigencia de la Constitución, como si ésta no reconociera algo preexistente e inherente a la dignidad humana, que explica (sería imposible de otro modo) la persecución de los crímenes de guerra o contra la humanidad. La legitimidad de una mayoría parlamentaria se ve sustituida por la de una minoría a la que se le atribuyen, sin mejores argumentos probatorios, toda clase de calidades morales. Las acusaciones de miedo o cobardía se extienden de forma tan indiscriminada que acaban abarcando a una abrumadora mayoría de los vascos.
En la misma línea, el reciente manifiesto de unos intelectuales europeos y americanos, a pesar de la sonoridad nominal de sus firmantes, resulta de una pobreza conceptual que asusta. Doce espasmódicos especialistas en el tema vasco dividen a los habitantes de este país en tres categorías fundamentales: ciudadanos libres, mercenarios de ETA y cómplices nacionalistas. La calidad de ciudadano libre se contradice con su apremiante necesidad de ocultación. Tampoco se explica de quién cobran los mercenarios ni cuál es la calidad de los cómplices (Entiéndase, si los mercenarios cobraran de los cómplices estos dejarían de serlo: serían otra cosa). La comparación con el Holocausto, de ser cierta, no merecería una actuación judicial sino una inmediata intervención armada. Se habla de que los nacionalistas se aprovechan de las garantías constitucionales, en lo que no es al fin y al cabo más que otro calificativo moral: ¿qué ciudadanos ejercen sus derechos y qué otros simplemente se aprovechan de ellos?
Habría que preguntarse hasta qué punto Nadine Gordimer o Paolo Flores d'Arcais tienen una opinión fundada sobre la Iglesia católica vasca, y si es tan claro su criterio sobre el clero ortodoxo de Moldavia o sobre el partido laborista grecochipriota. La ligereza conceptual resulta abrumadora y de nada valdría el argumento de que cierto ímpetu militante permite las licencias lingüísticas: si están juzgando moralmente a mi pueblo preferiría que se ahorraran las licencias.
Muchas de las plumas que firman el manifiesto parecen concertadas por la amistad y muchas de ellas colaboran en un mismo periódico, un periódico bastante cercano, creo que sólo espacialmente, a aquel en el que colaboro yo. Porque el prodigio de la sustitución llega a tales extremos. Sorprende que las opiniones de la intelectualidad vasca que se proyectan al exterior sea patrimonio privado de un ramillete de escogidos y que, a pesar de su ostentoso título de demócratas, proscriban la llegada al exterior de voces discordantes. Pero todas estas contradicciones ni siquiera tienen que ver con la idea de democracia o con la amplitud intelectual: tienen que ver con la decencia.
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