El Papa viene a verte
En el fondo, el caso resulta enternecedor, pues cabría suponer que los políticos profesionales, gentes de colmillo retorcido y epidermis curtida en mil batallas, son ya inmunes a cualquier forma de ingenuidad o de candor. Sin embargo, resulta que no. Lo hemos visto en las últimas semanas, cuando, deslumbrados por la contundencia pacifista de Juan Pablo II contra el ataque anglo-norteamericano a Irak, socialistas y comunistas o poscomunistas de vieja solera, peneuvistas tan baqueteados como Iñaki Anasagasti o Xabier Arzalluz, incluso convergentes tan astutos como Xavier Trias -y, con ellos, multitud de ciudadanos que han voceado el "¡No a la guerra!" y que pasan olímpicamente de los preceptos y las normas morales de la Iglesia- creyeron de buena fe que el Papa se había vuelto progre; y, ante la inminente visita pontificia a Madrid, se frotaron las manos esperando que el indomable Wojtyla propinase a Aznar una buena colleja, una solemne amonestación pública por los fervores belicistas del presidente español. Es lo que la prensa describió eufemísticamente como "las expectativas políticas del viaje", y lo que Izquierda Unida elevó a la categoría de esperpento con su propuesta parlamentaria para que el Gobierno concediese al Papa la Gran Cruz de Isabel la Católica "por su enérgica condena a la guerra contra Irak". Creo que, en la vulgata marxista, a eso se le llamaba explotar las contradicciones del adversario...
Bien, el romano pontífice pasó en Madrid algo más de 30 horas, con la consiguiente cuota de discursos, ceremonias y audiencias. ¿Y cuáles fueron sus palabras -y sus gestos- de posible interpretación política? Hubo, por descontado, la consuetudinaria y obligada condena del terrorismo, pero además Juan Pablo II creyó necesario conminar a los jóvenes a mantenerse "lejos de toda forma de nacionalismo exasperado", y se refirió a España en unos términos -"unidad en la diversidad", "todas las regiones del país"...- que parecían inspirados por la última ponencia del Partido Popular sobre el "patriotismo constitucional". En el terreno de los gestos, y sin olvidar la misa en la plaza de Colón a la sombra -es un decir- de la bandera rojigualda grande como una pista de tenis, la visita papal también resultó manifiestamente escorada: audiencia privada y nada premiosa en la Nunciatura no sólo con el matrimonio Aznar-Botella, sino con toda la parentela presidencial; cinco minutos de photo opportunity para Rodríguez Zapatero entre las bambalinas del altar erigido en la Castellana; y al resto de los líderes parlamentarios, incluido el neopapista Gaspar Llamazares, ni los buenos días. Más que la Gran Cruz de Isabel la Católica, lo que los Aznar debían haberle ofrecido al Papa es la Medalla del Amor con su lazo Avelín ("hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana"). Sí, por supuesto, Karol Wojtyla hizo diversas alusiones tan genéricas como beatíficas a la paz; pero la única guerra que citó en sus sermones fue... la Guerra Civil española, esa a cuyos promotores lo mismo Pío XI que Pío XII bendijeron profusamente, esa que ha provisto a su pontificado de tanto mártir canonizable. Sobre Irak, ni media palabra.
¿Sorpresa? ¿Decepción? ¿Consecuencia de los torvos manejos del presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Rouco Varela? No me parece que sea preciso recurrir a ninguna teoría conspirativa para explicar algo que está en la lógica institucional de la Iglesia católica, que vertebra su tradición más acendrada desde los tiempos de Constantino el Grande, allá por el siglo IV de nuestra era: el formar parte del poder o, cuando menos, estar con éste en los mejores términos, para obtener de él los máximos privilegios y beneficios posibles. Si el Vaticano aplicó esta ley histórica implacable incluso a gobernantes del jaez de Mussolini o Hitler, ¿cómo no va a aplicarla a Aznar?
Actualmente, la Santa Sede confía sobre todo en el Gobierno español, y en la influencia de su jefe sobre el Partido Popular Europeo, para lograr que esa futura Constitución europea cuya redacción coordina el librepensador Giscard d'Estaing aluda a las raíces cristianas del continente. Por otra parte, y en el ámbito estrictamente estatal, la reciente Ley de Calidad de la Enseñanza de la ministra Del Castillo ha dado ya importantes satisfacciones a las demandas tradicionales de los obispos en cuanto a la religión como materia escolar; mientras, Rouco sigue negociando con el Ejecutivo un incremento de la asignación voluntaria que los contribuyentes pueden hacer a la Iglesia cuando pagan el IRPF, desde el 0,5239% actual -fijado en tiempos del PSOE- hasta el 0,7%, además de otras mejoras en la financiación pública del culto, de la enseñanza o del patrimonio católicos. Al fin y al cabo, resulta de lo más lógico que tanto la Conferencia Episcopal como la Santa Sede contemplen un Gabinete de José María Aznar y un Partido Popular trufados de católicos a la antigua, de miembros del Opus Dei y de simpatizantes de los Legionarios de Cristo como los mejores interlocutores imaginables en el gobierno de España.
¿Y Juan Pablo II iba a poner todo eso en peligro para alimentar la candidez de unos cuantos cristianos de base y de otros cuantos curas progres, para dar satisfacción a una reata de izquierdistas descreídos y al protervo Anasagasti, para reconfortar a esas almas de cántaro que exhibieron por Madrid una pancarta con la leyenda "Aznar excomunión"?
¡Santa inocencia!
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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