Y sin embargo, funciona
A pesar de su cuestionamiento, apunta el autor, la ONU sigue funcionando y tiene el apoyo de muchos gobiernos y organizaciones.
Los recientes acontecimientos en la política internacional han provocado un debate larvado sobre el futuro de la ONU. No se trata del ya preexistente sobre su estructura y funciones que viene dándose hace muchos años, una vez que el mapa político derivado del fin de la Segunda Guerra Mundial ha cambiado tan ostensiblemente. Es algo más profundo que afectaría a su verdadera naturaleza institucional.
Partamos por recordar que la ONU es un conglomerado de entidades, muchas de las cuales tienen verdadera autonomía funcional y hasta presupuestaria. Su estructura, pues, ha sido fruto de un sumatorio de decisiones que no tenían un modelo final al que acercarse, sino que, más cabalmente, ha ido respondiendo a las necesidades que con el paso del tiempo ha sentido la comunidad internacional.
Lo importante es que la constelación de entidades de las Naciones Unidas sigue funcionando
Los países de cultura administrativa de origen francés o, por decirlo de otro modo, los que tenemos cincelado el cerebro por la infantil geometría organizativa derivada de la revolución francesa sentimos vértigo al analizar un conjunto institucional carente de cualquier eje de simetría. Otras culturas organizativas, como la anglosajona, por ejemplo, lo ven como muy natural, de lo que puede deducirse que no existe un modelo organizativo universal, sino varios y todos igualmente válidos.
No nos hallamos, pues, ante un problema organizativo que trae su causa en una obsolescencia provocada por la improvisación y el casuismo en la construcción de lo que se conoce como el sistema de las Naciones Unidas. Por el contrario, el momento presente se caracteriza por un escepticismo palpable en ciertos ámbitos políticos junto a un fuerte movimiento en defensa de la ONU, que está protagonizado por personas, instituciones religiosas, organismos de la sociedad civil y por muchísimos gobiernos.
Si tuviéramos que buscar un rasgo común en ellos, concluiríamos rápidamente que son grupos o instituciones en cuyo ideario figura con letras mayúsculas la defensa de los más débiles, de los ciudadanos del planeta que peor lo están pasando, mientras un selecto grupo de opulentos cerramos los ojos o nos tiembla el pulso cuando nos miden el coeficiente de solidaridad. Teniendo en cuenta esto, no parece predecible un debilitamiento sensible de la ONU, salvo que entremos en un periodo de regresión civilizatoria que, creo, nadie postula.
Y, sin embargo, estos días nos encontramos en Nueva York discutiendo la reestructuración organizativa de la Comisión de Desarrollo Sostenible de la ONU, toda vez que se han detectado deseconomías y solapamientos en el sistema de las Naciones Unidas, provocadas principalmente por la asunción generalizada en el mundo de un nuevo paradigma político que conocemos como desarrollo sostenible y que la citada Comisión está llamada a gestionar, en una parte, y coordinar con el resto de organismos, el resto.
Ciertamente, el objetivo de satisfacer las necesidades básicas de todos los ciudadanos del planeta, contenidas en sucesivas Declaraciones como la de Río de Janeiro, la del Milenio, el Consenso de Monterrey o la reciente de Johannesburgo requiere un esfuerzo de tal magnitud que los errores en la coordinación pueden resultar caros económicamente; pero, sobre todo, en coste de vidas humanas.
Lo decidido en Nueva York no satisface a nadie, como sucede siempre que se busca un consenso tras unas negociaciones prolijas y complicadas. En todo caso, como ocurre en la estructura de la Unión Europea, todas las personas o grupos organizados que han querido aportar sus ideas o propuestas han tenido su oportunidad de hacerlo. Digamos pues, que el déficit democrático imputado a ambas instituciones en sus órganos de decisión formal se encuentra cumplidamente neutralizado por un sistema de transparencia y participación desconocido en el seno de muchísimos Estados, entre los que se incluye el nuestro.
No parece de recibo que lo que es normal en Bruselas o en la ONU todavía sea visto como una herejía que cuestiona la democracia representativa no sólo en las Cortes Generales o parlamentos autonómicos, sino hasta en el más humilde de nuestros ayuntamientos. Naturalmente el sistema de partidos que tenemos hace que ninguno de ellos esté interesado en estos sistemas complementarios de participación y transparencia, al menos, allí donde gobiernan.
Hay que reconocer que esta importante sesión de la Comisión de Desarrollo Sostenible no ha tenido la relevancia mediática que a juicio de muchos merecía. Pero lo importante es ver que la constelación de organismos que componen las Naciones Unidas sigue funcionando, que no pierden el aliento y que, cada vez más, esta organización es vista como la buena conciencia de nuestra sociedad, una conciencia que llega hasta donde puede, y que los pobres claman porque llegue con más intensidad y a más lugares.
Demetrio Loperena es catedrático de Derecho Administrativo de la UPV-EHU y delegado de la Corte Internacional de Arbitraje y Conciliación Ambiental ante la 11ª Sesión de la Comisión de Desarrollo Sostenible de la ONU.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.