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Columna
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El triunfo de lo superfluo

Josep Ramoneda

Aunque pueda parecer paradójico, el éxito del viaje del Papa a España se debe, en muy buena parte, al escaso peso que la Iglesia tiene hoy en la vida pública española.

Las admoniciones del Papa contra la guerra no han inmutado lo más mínimo a un político católico como José María Aznar, líder de un partido que, sin ser explícitamente confesional, reconoce como inspiración las ideas cristianas sobre el mundo. Ni siquiera bajo la amenaza de excomunión Aznar dejó de actuar como si el embajador de Dios en la tierra fuera George W. Bush y no el Papa. La doctrina de la Iglesia en materia de costumbres hace tiempo que ha dejado de ser guía de la sociedad española. El divorcio y en parte el aborto están legalizados. España se está acercando a las tasas de los países más liberales en cuanto a parejas de hecho, hijos extramatrimoniales y familias monoparentales. La libertad sexual está plenamente asumida por la sociedad. La católica España, contradiciendo la esencia de la fe, tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. La doctrina social de la Iglesia no parece que sea el criterio de conducta que determine las políticas empresariales. El grado de laicidad realmente existente en la vida pública española es espectacular, sobre todo viniendo de donde venía, es decir, de la noche opresiva del nacionalcatolicismo, en que la Iglesia aportaba la ideología de apoyo del régimen. Por pura razón estadística se puede afirmar sin riesgo de error que varios de los asistentes a los actos organizados por el PP no cumplen con el precepto de la misa dominical, practican sin ninguna mala conciencia la sexualidad extramatrimonial o han apoyado políticas contrarias a la doctrina de la Iglesia (desde la guerra de Aznar hasta propuestas de las formaciones políticas de izquierdas).

Sin embargo, esta España descreída y mundana ha dado una acogida espectacular al Papa. Desde los más diversos sectores se han oído expresiones de satisfacción por esta visita. Ni siquiera hubo esta vez la tradicional discrepancia entre las cifras de asistentes de la polícia y las de los organizadores. Nadie quiso contradecir la palabra de los monseñores.

En el terreno político ha pasado sin la menor expresión de discrepancia. Es más, después de los tensos días vividos en el enfrentamiento político por la actuación del Gobierno en la guerra de Irak, la visita del Papa ha sido vista y presentada como un remanso de paz. Un oportuno oasis en plena travesía de una larga batalla electoral. Al PP, la presencia del Papa en Madrid le ofrecía la oportunidad de hacer olvidar el desencuentro ocasionado por la guerra. Todos pusieron de su parte: Aznar, para evitar hablar de cosas serias, se presentó con toda la familia, al estilo presidente bananero que considera que la tribu comparte los privilegios de su cargo. El Papa fue comedido y diplomático en sus palabras contra la guerra, convertidas en la siempre más simpática y evanescente apuesta por la paz. También la izquierda cortó su cuponcito. El Papa ha estado contra la guerra, por tanto, ahora ya es de los nuestros. Siempre me ha parecido ridículo este modo de entender las afinidades basándose en la coincidencia política. A nadie puedo negarle el derecho a estar de acuerdo conmigo, pero no porque lo esté cambiaré de opinión sobre él. Todos, pues, contentos y felices con la fiesta del Papa, y Televisión Española convirtiéndola en un rancio espectáculo de religión oficial propio de tiempos pasados y absolutamente contrario al espíritu constitucional. La importancia del acontecimiento justifica plenamente que fuera cubierto de una manera especial, aunque la arbitrariedad de TVE no dio el mismo valor noticioso a las manifestaciones contra la guerra, tan masivas como ésta. Pero una cosa es cubrirlo y otra hacer un anuncio publicitario de varias horas de duración, situado ideológicamente justo en el punto de coincidencia entre el Gobierno y la Iglesia.

En este contexto, es curioso que las dos únicas discrepancias manifiestas vinieran de dos políticos -de dos partidos- perfectamente comprometidos con la Iglesia tanto en lo personal como en lo colectivo. Jordi Pujol y el lehendakari Juan José Ibarretxe son católicos confesos. A Pujol le he oído incluso interpelar a un sacerdote diciéndole: "A veces tengo la impresión de que les da vergüenza defender el evangelio, a mí no me costaría nada". Tanto el nacionalismo catalán como el vasco han tenido al catolicismo en su cuna, aunque con el tiempo el primero se haya laicizado mucho más que el segundo. Sin embargo, fueron los dos ausentes voluntarios de la fiesta. ¿Por qué? Precisamente porque en el nacionalismo sí que la Iglesia tiene todavía peso político, y la visita del Papa se interpuso en la eterna querella entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos. ¿Formaba parte de cierta reparación del Vaticano a Aznar por la guerra?

El hecho es que sólo fueron dos políticos católicos los que faltaron a la fiesta. Quizá si en un futuro el nacionalismo se despega de los conventos puedan participar todos de un espectáculo que tuvo más aparato que contenido. Porque la gran novedad del discurso del Papa es que cada vez más sus palabras quedan a beneficio de inventario, así en la guerra -ni paró a Aznar, ni paró a Bush- como en las costumbres cotidianas. Es decir, ha dejado de ser piedra de escándalo, que es lo que de pequeño me explicaron que era Cristo. Pero sigue teniendo carisma. Y llena. Y todos quieren estar en la foto. Es el triunfo de lo superfluo, más exitoso cuanto menos peso e influencia tiene. La sociedad laica, quizá la más descreída de Europa -con 1,2 hijos por mujer de tasa de natalidad-, por unas horas parece religiosa. Es el reino de las apariencias. Otro triunfo de la sociedad espectáculo. Decididamente, Ibarretxe y Pujol son unos antiguos, todavía se lo toman en serio.

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