Eunucos, un muerto y una juerga
Hojeando el programa de mano le decía un encorbatado señor a su señora: "La que empieza va de maricones". Y ella muda. Se refería a Castrati, pieza reciente de Nacho Duato para la Compañía Nacional de Danza que se representa ahora en el Teatro Real. Apenas subió el telón, el vaticinio quedó en ridículo porque, desde su primera imagen, Castrati emana una portentosa y oscura energía masculina, conducida con seriedad y rigor por sus nueve enérgicos bailarines. Con gran claridad expositiva pero sin recurrir a la narrativa, la obra habla sobre la mutilación del eunuco y el dolor físico de la castración, ilustrado sobre la escena con dramático y sangriento verismo a través del martirio de un elegido. Habla también del dolor interno, el que experimenta quién ha cedido su virilidad por una voz perfecta. En irónico contrapunto, desde el foso de la orquesta, la voz aniñada y emotiva del contratenor Carlos Mena entona a Vivaldi y, de ese modo, se encuentran en el mismo espacio las dos caras de la moneda: el sacrificio y la recompensa.
Compañía Nacional de Danza
Dirección artística: Nacho Duato. Coreografías: Castrati (Duato / Vivaldi-Jenkins, 2002), L'Homme (Duato / Kurtág, estreno), Perpetuum (Naharin / Strauss, 1992). O. Sinfónica de Madrid. Director: Pedro Alcalde. Teatro Real, 30 de abril.
También sombría, y aún más triste y reflexiva, resultó L'Homme, el estreno de la noche. La última creación de Nacho Duato se orquesta alrededor de la inerte figura de un muerto que parece ser la única certeza de futuro para ocho bailarines vivos que no saben cómo relacionarse con el cadáver. La situación le permite al coreógrafo cavilar sobre la brevedad de la vida y la inminencia de la muerte. L'Homme renuncia a toda concesión, espectacularidad y facilismo estético a pesar de alcanzar momentos de gran plasticidad. Es obra sólida y compleja en cuanto a lo coreográfico y de honda madurez en lo conceptual. Una vez más, Duato usa la música como soporte e hilo conductor y, en recompensa, los pianos crispados del compositor rumano György Kurtág le regalan esa atmósfera de incertidumbre, desasosiego e incomodidad, mientras que la enorme flor sobre el escenario apoya la propuesta con su fría y efímera belleza, que recuerda la fragilidad humana y la fugacidad de la existencia.
Y de la tristeza profunda a la exaltación desbordada. Ohad Naharin puso algo más que un tono de color a la velada con la desparramada y desternillante Perpetuum, que es locura kitsch con aires punk, divertimento corrosivo e insidioso, show retro calculadamente decadente, con sexo y sin rock & roll. La compañía, dispuesta a la juerga, demuestra sus condiciones y luce cómoda en el ecléctico y raro lenguaje corporal de Naharin, que, a ratos, parece conducirse en dirección opuesta a los valses de Strauss hijo, tan conocidos. El coreógrafo no parece ignorar lo que esta música significa para el inconsciente colectivo, y conociendo esa debilidad de la audiencia aprovecha para ironizar, buscar complicidad, divertirse y divertir, exaltar lo estrambótico, ridiculizar lo ridículo y declarar que la decadencia es bella. Se trata de la tercera pieza que el prestigioso creador israelí cede a la CND, pero es, sin duda, la primera demostración en condiciones de ese negro sentido del humor tan característico de su compañía, la Batsheva Dance Company, de Tel Aviv.
Babelia
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