La familia
En su día, las promociones de Ikea demostraron que los modelos de familia que presenta la publicidad evolucionan. La moda sigue. Para publicitar una marca de pastas se recurre a varias formas de organización familiar (homosexual, heterosexual, numerosa) y se insiste en que todo vale con tal de comer pasta.
Monovolumen
Para anunciar un monovolumen, los creativos recurren a una pareja en plena discusión que, en el último momento, evita un accidente gracias al cierre centralizado del vehículo. En el spot de una furgoneta sale un hijo de padres separados. El niño va en el asiento del copiloto, junto a su padre, y le suelta un rollo sobre lo bonito y potente que es el coche del novio de su madre. El padre, estoico, le enseña la carga de su vehículo: cajas llenas de piruletas. Me cae bien ese padre que, además de trabajar en el digno oficio del transporte de chuches (probablemente como autónomo, sujeto al obsceno tráfico de promesas electorales incumplidas), tiene que ganarse a su hijo sin perder la calma y compitiendo con las pijadas del novio de su ex.
Pésame
Julio Anguita acude a La mirada crítica, un programa que crea adicción. El ex coordinador de la más desunida de las izquierdas expone sus complejos planes para alcanzar la Tercera República. Es curioso, pero sus palabras van por un lado y la sensación que produce saber que acaba de perder a un hijo en la invasión de Irak va por otro. No importa que muchas cosas que diga suenen un poco a delirio ni que a ratos su tono pueda parecer demagógico. También dice verdades como puños y, sin embargo, la credibilidad no se la da su discurso, sino la entereza con la que habla de su hijo, fallecido en una guerra ilegal que, como muy bien recordó, el Gobierno de Aznar apoyó. "Son gajes del oficio", añade apelando al único consuelo posible: la razón. Y de repente intuyo que no está hablando sólo de los gajes del oficio de periodista, sino también del oficio de ser padre.
Intravenosa
Otras formas de entereza: las que retrata Línea 900 (La 2) dedicado a los toxicómanos que agonizan bajo el puente de Casa Antúnez, en Barcelona. Allí están, pinchándose y fumándose lo poco que les queda de vida, reclamando unas mínimas condiciones de higiene que les permitan morir en paz. Sale un joven de 22 años que afirma que los yonquis de su generación no tienen excusa porque se engancharon sabiendo a lo que iban, una tremenda verdad que cuestiona el discurso oficial sobre la información como panacea preventiva. La imagen de Fernando (de 42 años, adicto desde los 14) o de su esposa, Silvia (que se prostituye para pagar el vicio), relativiza la frivolidad que tanto abunda en televisión. Pero al mismo tiempo le da sentido, ya que si la tele sólo sirviera para emitir reportajes de denuncia, implacables y espeluznantes en sus contenidos, ¿lo soportaríamos?
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