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Columna
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Bombas y democracia

Como ya se sabía, la invocación genérica al eje del mal como núcleo responsable del terrorismo no podía justificar la movilización bélica permanente que convenía a los intereses militaro-industriales de Estados Unidos ni a su facción política de extrema derecha y era, por ello, necesario proponer otras causas que legitimasen la guerra permanente, que declaró Bush tres días después del ataque a las Torres Gemelas. Hacían falta unos objetivos más claros y específicos que señalasen los enemigos a eliminar y los propósitos a lograr. Al Qaeda y Bin Laden cumplieron durante unos meses esa misión; pero la guerra de Afganistán agotó su productividad política y mediática, por lo que, llegado el momento de la guerra de Irak y ante la imposibilidad de encontrar ningún tipo de relaciones comprobables entre los talibanes, sus jefes y Sadam Husein, la inutilidad política y la banalización mediática resultantes obligaron a recurrir a otras causas: el riesgo que representaban la producción y eventual uso de armas de difusión masiva. Sin embargo, también, en este caso, falló el pretexto, porque ni las inspecciones de los expertos designados por la ONU con Hans Blix a la cabeza, ni la obstinada búsqueda efectuada por los ejércitos anglo-americanos de ocupación, ni la posibilidad de usarlas como último recurso defensivo por parte de los iraquíes descubrieron traza alguna de este tipo de armas. Claro, que no hay que abandonar la esperanza de que puedan acabar apareciendo o produciéndose pruebas de su existencia.

Mientras tanto, la urgencia de renovar el arsenal argumental e ideológico susceptible de sacralizar la guerra exigía disponer de una razón incontestable: y se volvió a apelar a la democracia, de la que tantas veces se había ya echado manos, para estos fines, en el siglo XX. De tal manera que los muertos de Bosnia, de Kosovo, de Serbia, de Afganistan, de Irak I y II, producidos por las bombas norteamericanas, pudieron convertirse en muertos contra la dictadura, en muertos por la democracia. Y hay quien pretende que las cerca de 24.000 bombas de precisión o los más de 850 misiles de crucero lanzados, según el general Stanley McChrystal, contra Irak entre el 20 de marzo y el 13 de abril, toma de Tikrit, deben incorporarse a los dispositivos generadores de democracia, por mal que se compadezcan con los procesos de salida de las dictaduras y de instauraciones democráticas.

La abundante bibliografía USA sobre desarrollo político desde Gabriel A. Almond y David Apter hasta Lucian W. Pye y el vastísimo acervo de reflexiones teóricas y de análisis empíricos sobre las transiciones democráticas, prueban sin apelación posible, que no cabe imponer por la fuerza un sistema democrático. A pesar de lo cual, tanto en las declaraciones de los políticos, sean proatlantistas o proeuropeístas, como en los comentarios de los expertos y de los periodistas a propósito de la última contienda bélica de Irak o de las futuras -Siria, Irán, Corea del Norte, etc.-, la invocación común es a la democratización de sus regímenes. Unanimismo ridículo que carece de todo fundamento, máxime en los países de Oriente Medio, en los que el tribalismo exige un poder central muy fuerte y en el que las elecciones libres conducirán inevitablemente -por la ausencia de cualquier cultura política democrática, por la inexistencia de partidos políticos y por la afirmación de los valores del islam- a una serie de gobiernos islámico-islamistas. ¿Es eso lo que se pretende? No utilicemos el nombre de la democracia en vano.

Porque es evidente que lo que busca Estados Unidos no es establecer la democracia en la zona (tentativa tan difícil en su implantación como peligrosa en sus posibles consecuencias), sino asentar un proconsulado que responda a las características de la nueva colonización. Lo que reclama una presencia militar, discreta pero permanente, ya en acción, como nos recuerda The Observer, con la existencia de fuerzas USA en 15 países europeos, 13 países asiáticos, siete países del Golfo y seis latinoamericanos, entramado militar compatible con las soberanías nacionales y, por ende, menos visible. ¿Cómo defenderse frente a este tipo de imperio posmoderno?

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