Memoria y compañía
Los poemas sirven a la memoria y deben arreglárselas para ser memorizables, o así lo vio el inglés Thomas Hardy (1840- 1928), toda su vida lector de diccionarios de rimas y antologías poéticas: la poesía es la médula de la literatura, dijo con sabiduría de viejo, gran novelista retirado por los críticos. Henry James encontraba en sus novelas poco sentido de la proporción y casi ninguno de la composición. Vencido y enmudecido por los expertos pero enriquecido por el público, el novelista Hardy publicó nueve colecciones de versos entre 1898 y 1928, además de un drama épico en verso y prosa, The Dynasts (1904), sobre las guerras napoleónicas: descubrió que en los rincones de la aldea natal la emoción tiene la misma intensidad que en los campos de batalla y los palacios de Europa.
LOS POEMAS DEL NOVELISTA
Thomas Hardy
Selección, traducción,
carta introductoria y notas
de Adolfo Sarabia
Hiperión. Madrid, 2002
269 páginas. 15 euros
Adolfo Sarabia nos ofrece una nueva traducción de Hardy, Los poemas del novelista, 87 poemas seleccionados entre un millar y reunidos al margen de sus fechas de composición, de modo que detrás de un poema de 1912 puede esperarnos uno de 1888. Esto no es una incoherencia, pues el propio Hardy juntaba en un mismo libro versos de épocas distintas de su vida: como si compusiera una especie de diario personal rimado en el que unas notas armonizaran con otras, por encima del día o el año en que fueron tomadas. Había recibido una formación de arquitecto, y adivinó una semejanza entre el ideal gótico y un poema: ambos deben ceñirse a los modelos de la naturaleza, es decir, ser sorprendentes, rítmicos e irregulares como un bosque.
Hardy oía en la poesía una música que debían colmar las palabras que nombran las cosas normales, las pasiones elementales: sátiras de circunstancias y momentos de visión, según tituló sus dos poemarios mayores. Para evitar los clichés poéticos de moda, recurría a arcaísmos y regionalismos. El poema es memoria, pero memoria de las cosas que no hay forma de olvidar porque son absolutamente comunes. Los ritmos vivos y las rimas tintineantes chocaban con los asuntos tratados: el tiempo que se ríe de todo y sobre todo prevalece, la inconstancia y banalidad de los sentimientos sustanciales, los fantasmas que nos rondan en la cabeza, la indiferencia con que nos ve pasar el mundo o una ignota Voluntad superior, ese Gran Rostro del que todas las cosas sólo son ocasionales máscaras.
Somos juguete, juego o deporte de la fortuna, cantaba Hardy, y lo repitió en su novela Tess, la penúltima. El tiempo es un sportman que se divierte aniquilando a su prole. Y el poeta, a sus 86 años, decidió no decir más, y lo puso por escrito en un poema: de lo que ahora ve no dirá nada, no quiere echar más peso sobre los humanos. ¿Qué habría visto el viejo Hardy? Quizá la poesía sea memoria de lo inolvidable por obvio para ser fundamentalmente compañía, canto en común, consuelo: como si, recordándonos lo esencial general, nos regalara un poco de olvido de nosotros mismos. Y Adolfo Sarabia ha traducido muy bien a Hardy, aun uniformando sus ritmos para el oído de los que hoy leemos poesía en español, de modo que mejor nos acompañe.
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