El troquel clásico de un escultor
La obra de Francisco Leiro ha adquirido un gran refinamiento formal e intelectual. Así se puede apreciar en la galería Marlborough, de Madrid, donde se exhiben más de veinte piezas recientes del artista gallego en las que, además, ofrece su particular visión del desastre del Prestige en la costa de Galicia en noviembre pasado.
LEIRO. DOLOR DE ROPA
Galería Marlborough
Orfila, 5. Madrid
Hasta el 15 de mayo
Francisco Leiro (Cambados, 1957), que alcanzó en la década de 1980 resonancia internacional, reside desde hace años entre Nueva York y su hermosa villa natal. Recordaré que el impacto causado al principio por Leiro tuvo que ver con la ola de expresionismo vernáculo que dominaba el panorama artístico internacional durante aquella entusiasta y confusa década, en la que incluso se reivindicó el valor del añejo oficio manual de los artistas, características que venían como anillo al dedo a lo que era y hacía este escultor de honda raíz antropológica y estética. Refrescar la memoria con estos datos tiene la intención de predisponernos a enjuiciar la obra actual de Leiro sin obviar su origen ni el sentido de su supervivencia.
Desde esta perspectiva, lo primero que apreciamos es que su escultura se mantiene en sus coordenadas técnicas, materiales y estéticas esenciales; las de siempre. Eso significa que sigue trabajando con figuras de madera, tratadas con una talla abrupta, de aspecto primitivo, apariencia un tanto mastodóntica y rudo perfil, muy en la línea de una suerte de realismo grotesco, de cariz expresionista. La fidelidad a estos principios, sin embargo, no significa que Leiro no haya evolucionado, sino que su planteamiento básico se ha hecho, cada vez, más conceptualmente complejo y más artísticamente sofisticado, como se aprecia en esta exposición, en la que, además, se insinúan interesantes desarrollos nuevos.
En relación con esto último, no me refiero sólo a la serie de pequeñas esculturas blancas, cuya fuerza de siempre se reviste ahora de una muy sugestiva belleza luminosa y dúctil, casi elegante, sino del giro general hacia un mayor o mejor diálogo con los fantasmas plásticos del arte antiguo. Ciertamente no sé si este giro ha sido emprendido de una forma deliberada o se ha producido por esa espontánea generación inconsciente que tan bien le cuadra a un creador de su estilo, pero no he podido evitar, al contemplar sus obras actuales, no sólo sentir el aliento espectral de algunos célebres moldes griegos, sino, curiosa y significativamente, entre éstos, los procedentes del periodo clásico tardío y helenístico, lo cual ha dado unos nuevos y estimulantes visos a la escultura de Leiro, cuya asociación con otros modelos más arcaizantes y primitivistas, de puro evidente, podría resultar quizá infecunda.
De todas formas, no voy a caer aquí en un vano intento de hacer la prolija lista de cuáles son esas esculturas antiguas que aletean o inspiran algunas de las que ahora nos presente Leiro, si es que todo ello no es el producto de mi personal delirio imaginativo, pero no puedo dejar de establecer esa relación para revelar cómo el mundo y la forma de este "falso" ingenuista se muestra en su complejidad y profundidades reales, haciendo así que su sentido moderno de la ironía sea algo más que las impremeditadas chanzas de un ser tosco y atávico. Teniendo en cuenta la trayectoria de Leiro y del arte en esta época, lo que más me ha impresionado ha sido su creciente refinamiento formal e intelectual, un semillero con un, a mi juicio, inapreciable valor de futuro.
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