Piedra
¿CÓMO CONTAR el amor entre Hatsue y Shinji, dos jovencísimos pescadores, que viven en una apartada y minúscula isla del norte de Japón? Cierto día, Shinji, enrolado como marinero en una pequeña embarcación de bajura, descubrió, al volver de su rutinaria excursión diaria, a una desconocida y hermosa muchacha, Hatsue, que, junto a otras mujeres, faenaba al atardecer en la playa. Un imprevisto encuentro posterior de ambos en un almacén de leña transformó aquel primer cruce furtivo de miradas en una mutua atracción, que, a su vez, también casi sin quererlo, anudó entre ellos el lazo de una creciente pasión. Aunque, luego, las circunstancias se empeñaron en ensombrecer esta relación, la serena confianza de los amantes logró saltar por encima de tan aleatorias y fútiles trabas hasta la feliz consumación de su hermoso y sencillo amor.
Según Yukio Mishima, el autor de esta humilde fábula erótica, que publicó, en 1954, con el título El rumor del oleaje (Alianza), en esta pequeña isla de Utajima, existía una antigua leyenda sobre un tal príncipe Deki, que arribó en un barco dorado a la deriva, enamorándose allí de una lugareña, con la que contrajo un matrimonio tan bendecido por la felicidad que no dejó el menor rastro trágico, algo bastante insólito en esta clase de relatos, que suelen animarse con algún perfil accidentado que los hace memorables. Quizá por eso la plana y plena historia amorosa de Deki no dejó entre los habitantes de Utajima otra huella que la del recuerdo material de lo que parecía ser la insignia de un antiguo noble en forma de abanico, que se exhibía en público muy de vez en cuando, con motivo de algún ritual conmemorativo de esta comunidad casi familiar.
Tan sencillo y feliz como el amor del legendario ancestro, cabe preguntarse, en efecto, cómo contar la historia revivida por Hatsue y Shinji, que Mishima narra con la límpida claridad de una novela pastoril del corte clásico, como la de Dafnis y Cloe, de Longo. La naturalidad de este relato erótico japonés, como la de su antecedente griego, nos choca, sin embargo, porque nosotros no aceptamos ya que un amor merezca ser inmortalizado sin que su desarrollo se vea abrupta y trágicamente interrumpido, como si la felicidad que lo colma le restara toda credibilidad. Ello se debe a la herencia romántica que marca nuestro insatisfecho destino contemporáneo, donde nadie espera nada de nadie o sólo de la manera ocasional con que el deseo traspasa abruptamente a los semejantes para verificar su patético vacío, en el que desconsoladamente nos contemplamos. De todas formas, no siempre el amor fue concebido con tan frustrante fragilidad, y hubo un tiempo en el que la felicidad colmaba a los amantes, cuya unión interrumpía, sin quebrantar, la muerte, ese fatal accidente que puede arruinar la faz de una estatua, pero no impedir, como apuntó Yourcenar, el reinicio de su vida como piedra.
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