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Alicante 'mon amour'

La abultada controversia sobre la urbanización del último trozo libre del frente marítimo alicantino, el llamado Plan Benalúa Sur, pone de nuevo sobre la mesa el funesto devenir de una ciudad que hace mucho tiempo abandonó el destino de su fisonomía al juego de los intereses económicos y los despropósitos estéticos.

El frontal marítimo arranca en los aledaños del Benacantil, origen de la ciudad brutalizado en la desmesura volumétrica de la calle Virgen del Socorro. Frontal marítimo que continúa en la plaza del Mar, frente a las ruinas acordonadas de uno de los edificios emblemáticos de la ciudad, el hotel Palas, cerca del paseíto Ramiro, en lo que fue la escuela-jardín fundada por Rafael Altamira, antiguo espacio de coquetos parterres clásicos y hoy reconvertido en una mala pista de skate-board.

Hacia la Explanada chocamos con la primera expropiación visual: la antigua lámina de agua del puerto, en lo que antaño era la mejor perspectiva marítima de la ciudad, ha desaparecido enterrada por una avalancha de pantalanes, barquitos y amarres que han convertido nuestro espacio portuario en un agobiante garaje. Esta salvajada estética no debe inquietar a los responsables públicos porque cuando la masa ciudadana recibe esta sobredosis de mástiles y cubiertas de yate piensa en Mónaco, Rainiero o James Bond, quedando en un estado de alucinación transitoria que imposibilita cualquier actividad crítica, por leve que ésta sea. Por la noche, en el horizonte destacan los neones gigantes e intermitentes de un restaurante chino.

El entorno de la plaza Gabriel Miró es la zona más bella de la ciudad, lo frondoso de su arbolado, el ornamento de las viejas mansiones y la cercanía del mar hacen del lugar un espacio de insospechada belleza. Asomarse a la plaza bajo la luz filtrada por los ficus gigantes, mezclada con el olor a salitre y el rumor portuario, es un lujo tranquilo y antiguo. En cualquier ciudad éste sería el espacio más caro y deseado, la joya de la corona. Paradójicamente hoy en día es un entorno desolado, con calles y edificios -Correos- en tránsito hacia la ruina. Lo que podía ser nuestro pequeño Marais parisino, con sus cafés, sus terrazas de verano, sus tiendas recoletas y sus anticuarios, es hoy un lugar repleto de locutorios y almacenes de aprovisionamiento de gafas de plástico y de collares fosforescentes destinados a la venta ambulante. La falsa y cínica denuncia consiste en afirmar que este territorio de la ciudad está ocupado por magrebíes y argelinos, que no tienen culpa de nada y cuyo asentamiento se rige por reglas muy transparentes: vivir lo más cerca del puerto y donde resulte más barato. El verdadero problema está en las generaciones de jóvenes profesionales con medios económicos capaces de invertir en la renovación urbana que han huido del centro de la ciudad y se han atrincherado en el adosado playero. El alicantinismo sanguíneo y el amor a la ciudad se demuestran, primera y principalmente, habitando en ella. Por la noche el lugar es ocupado por la prostitución africana, bakaladeros de la periferia y algún despistado.

Si continuamos por las calles afluentes de la avenida Alfonso el Sabio nos topamos con multitud de solares vacíos, atroz secuela del principio "Derribar antes que rehabilitar". En muchos de ellos ya cuelga el cartel que anuncia las nuevas viviendas acondicionadas con los nuevos lujos constructivos, el paradigma de los cuales son los cerramientos de PVC. Terror. Todos estos solares estaban ocupados por edificios de dos o tres alturas, construidos en los años veinte y treinta con una dignidad constructiva hoy desaparecida y en la que externamente dominaban la madera, los azulejos o la forja. Basta contemplar una fotografía de hace cincuenta años de la plaza de los Luceros o del entorno del Mercado y cotejarla con la actualidad: el brutal aumento de las volumetrías y el gazpacho estético imponen su desoladora ley. Ya sabemos que el canon de belleza de muchos arquitectos tiende a confundirse con el de los promotores inmobiliarios. También se comprende que ser portada de Casabella no está al alcance de todos. Vale. Pero de ahí a la ignominia estética que nos abrasa debería haber una prudente distancia.

Frente a la Diputación, la manzana del antiguo colegio de los Maristas está ocupada por un bloque de viviendas y bajos comerciales del que se puede decir todo menos que sea bello. Es duro afirmarlo, pero prefería la adusta arquitectura del antiguo colegio. Exactamente lo mismo se puede decir de lo construido en la cercana manzana de los Salesianos, con su desaparecido parterre frontal. En los alrededores del Mercado Central se debe visitar otro espacio singular, la antigua lonja, nuestro Mercat del Born, reconvertido en anodino parking de coches. Que lástima que esta ciudad no tenga a mano una vaguada consistente para atizarle un puente de Calatrava.

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Si subimos hacia el castillo de San Fernando comprobamos que uno de los parques históricos, y la mejor atalaya de la ciudad, se ha convertido en un reposadero de antenas gigantes. Extraordinario: ya casi tenemos nuestro mini Cabo Cañaveral. Desde sus miradores se otea la urbe y las laderas del otro gran parque natural, el monte Benacantil, donde está proyectada la enésima alucinación urbana: sobre sus arboladas faldas aterrizará un palacio de congresos. Propongo que el evento inaugural sea un congreso de ufología. Al oeste brillan las claras arcillas de los alrededores del polígono de San Blas, el único lugar por el que no ha crecido la ciudad en los últimos diez años, pero ya está programada su merecida ración ladrillo y en un futuro no muy lejano andar por sus calles será tan emocionante como pasear por Rivas Vaciamadrid. Dicho sea con todo mi respeto a esta emblemática ciudad dormitorio de tan carismático nombre.

Si el visitante todavía no ha agotado sus reservas de desazón urbana y se siente con fuerzas para un traguito más de mugre estética y de casposidad visual, no debe preocuparse. Esta ciudad no tiene límites; usted puede continuar ulcerándose la sensibilidad a poco que se dé un paseo por la estación de autobuses o por el no-espacio de Campoamor. Si prefiere un máster acelerado sobre cómo no rehabilitar una ciudad le recomiendo un paseo por la antigua estación de Murcia junto al puerto o por alguno de sus barrios históricos, como el de San Antón. Y todo esto sin echar gasolina sobre el top ten del horror urbano alicantino: el hotel del puerto, los tres tristes rascacielos.

La única desazón que nos queda es que la cultura urbana de esta ciudad se parece a la programación de algunas cadenas de televisión: su capacidad de empeorar tiende al infinito. De todas formas, si al observador atrevido le queda un resto de aliento debe reservarlo para una merecida alegría y visitar algún oasis de buen hacer creativo, como el museo de la Universidad o el Centro de Tecnificación, este último obra de Enric Miralles. "La única arquitectura es la emocionante", nos había dicho. Por los alrededores hay algunos banquitos en los que sentarse a pensar en la ciudad que definitivamente nunca será, la ciudad que se nos ha escapado.

Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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