La UE debe acercarse a Oriente Próximo
La guerra en Irak, con su desenlace previsto -la caída de Sadam Husein-, obliga a los adversarios de éste a hacer balance sobre la acción emprendida, porque se han creado grandes contradicciones entre ellos, que tienen grandes dificultades para adaptarse a la nueva situación. Aquellos a los que podemos llamar liberales, en Estados Unidos y en Francia, han combatido las decisiones unilaterales del presidente Bush en el nombre de los derechos reconocidos a la ONU. Han logrado una gran victoria moral: la guerra ha demostrado su principal afirmación, es decir, que el presidente Bush mentía, que EE UU no estaba tan directamente amenazado como afirmaba y que Irak no estaba confabulado con Al Qaeda. Se hable de mentiras deliberadas al servicio de una política de poder, de patología política o de crisis moral desencadenada por el atentado del 11 de septiembre, el hecho principal está ahí: el presidente estadounidense y sus asesores decidieron de forma unilateral atacar a Irak, fuesen cuales fuesen las decisiones de la ONU. Esta política hegemónica, peligrosa porque llega hasta desencadenar una guerra preventiva, sólo puede ser defendida por aquellos -aunque sean numerosos- que piensan que la única defensa de los países democráticos es la capacidad de intervención del todopoderoso ejército de EE UU.
Al volver a Francia tras una larga estancia en Nueva York, he descubierto que esta oposición quedaba ampliamente desbordada en Europa, y en especial en Francia, por un antiamericanismo que convertía a los países del Tercer Mundo, incluso aquellos gobernados por dictaduras sanguinarias, en portadores de movimientos de liberación, con EE UU considerado en todas partes como el "gran Satán".
El apoyo casi unánime de los franceses a la causa contraria a la guerra y al papel desempeñado por el Gobierno se debe a que la acción de este último ha satisfecho a los dos bandos. Pero todo el mundo ha quedado en una situación embarazosa. El bando antiamericano debe reconocer que la invasión estadounidense es considerada por muchos como una liberación. El mismo reproche puede hacerse al Gobierno francés y con mayor fundamento, puesto que recordamos los estrechos vínculos que unían económicamente a Francia e Irak e incluso personalmente a Jacques Chirac y Sadam Husein.
Es evidente que los liberales deben apoyar, tanto hoy como ayer, el papel de la ONU, pero ahora esta actitud les coloca en una situación de debilidad, ya que es el Ejército estadounidense el que tiene el verdadero poder en Bagdad y, por consiguiente, es éste o, más precisamente, el presidente de EE UU, quien puede decidir el papel de la ONU o de tal o cual país europeo. Estos países europeos, y sobre todo Francia, están expuestos a un riesgo muy real de ruptura con EE UU que podría poner en tela de juicio a la Alianza Atlántica, que permitió apartar los mayores peligros durante la guerra fría. Por tanto, corremos el riesgo de no volver a escuchar la voz de los liberales, cubierta por el estrépito de la victoria militar y por las intervenciones cada vez más ruidosas de los radicales de derechas, que tienen la clara intención de explotar políticamente los resultados de la victoria militar.
¿Existe alguna solución positiva en una situación tan difícil o hay que considerar como ineludible un triunfo estadounidense en todos los ámbitos, mal compensado por un antiamericanismo cuyos elementos peligrosos son tan visibles como decisivo fue su papel? Sólo existe una solución aceptable, ya que el izquierdismo antiamericano se autodestruye defendiendo a unos regímenes rechazados por la opinión pública de sus propios países. Esta búsqueda es ciertamente difícil, ya que a ambas orillas del Atlántico la izquierda está lo bastante desorientada como para no proponer nada. Los socialdemócratas europeos están tan desorientados como el Partido Demócrata estadounidense. Sin embargo, existe una solución: que Europa, es decir, la Unión Europea, elija una política de acercamiento con los países de Oriente Próximo o con algunos de ellos, con la esperanza de poder intervenir también en el conflicto israelo-palestino, que es el centro de los problemas de esta región. Dicha política debe consistir en buscar las mejores combinaciones posibles entre los fundamentos de la democracia, y, por tanto, de la modernidad política, y la evolución -sin ruptura, en la medida de lo posible- de culturas que no son únicamente de tradición islámica, sino que conllevan asimismo unas formas de vida social que también se encuentran en otras partes del mundo mediterráneo y que constituyen unos obstáculos a la modernización. El ejemplo de Turquía debe ser objeto aquí de una importancia especial. Las reticencias de algunos europeos a la entrada de Turquía en la UE representa una grave falta de evaluación. Turquía, aunque todavía tiene un largo camino por recorrer para ser considerado como un miembro normal de la familia europea, ha vivido, sin embargo, una experiencia y realizado trasformaciones de una importancia excepcional. Mientras que, por un lado, avanzaba el integrismo islamista y se endurecía la resistencia de los "republicanos" y, en primer lugar, de los militares, en Turquía se vio la búsqueda de una combinación entre una occidentalización aceptada y una cultura islámica que no es ni rechazada ni mantenida a cualquier precio, sino combinada lo más posible con las exigencias de la sociedad occidental. Quienes conocen Irán y no subestiman el peligro permanente que representa el poder de los mulás, e incluso el reforzamiento del ala más conservadora del clero, saben asimismo que en este país están en marcha unos procesos de modernización y occidentalización y que los elementos más favorables a esta occidentalización, en su gran mayoría, también se muestran cuidadosos de no crear una ruptura con una identidad islámica, ya que dicha ruptura provocaría, según ellos, una reacción popular que sería utilizada por un golpe de Estado militar. Los dos países que tienen una tradición estatal y nacional fuerte, Turquía e Irán, sontambién los países donde puede llevarse a cabo, o donde ya está en marcha, la búsqueda de combinaciones originales entre el pasado y el futuro; estas combinaciones nos permiten salir de la oposición mortal entre una interpretación laica extrema, a la francesa, de la modernidad, y el peso de unas tradiciones muy vivas, y no sólo en los sectores más atrasados de la población. Nada impide pensar que esta orientación puede aplicarse con bastante rapidez a algunos países árabes: el caso decisivo es, naturalmente, el de Egipto, pero también en Marruecos se puede producir una evolución rápida, teniendo en cuenta al mismo tiempo las trasformaciones ya alcanzadas y la gravedad de la situación económica y social en este país como en todos los de la región.
Por tanto, es necesario que Europa no se considere como la "vieja Europa", es decir, como una región incapaz de innovar política y socialmente; al contrario, mientras que EE UU se lanza a una política de enfrentamiento o de creación autoritaria de regímenes democráticos que tienen muchas posibilidades de ser rechazados por la población, es necesario que esta Europa se muestre capaz de luchar contra su propio integrismo y sepa extender rápidamente la zona geográfica del globo en la que resultan posibles unos procesos originales de modernización que aparten toda idea de ruptura y de revolución. La verdadera alternativa para Europa a partir de hoy está entre la concepción y la realización de dicha política y el nuevo imperialismo ideado por el grupo actualmente en el poder en EE UU. Esto supone que los principales países europeos, y en especial aquellos que han tenido una experiencia de relación con el mundo árabe y oriental, aunque sea a través de la colonización, comprendan la importancia y la urgencia de optar por unas relaciones con "Oriente" que no sean de enfrentamiento, como en las que hoy se sume EE UU. La elección que haga España, país que tiene un gran conocimiento del Magreb, es especialmente importante, dada la firmeza con la que el Gobierno español se ha puesto de parte de EE UU.
No se trata en absoluto de una utopía o de una propuesta que tenga como contenido oponerse a la posición estadounidense. Pensar de este modo equivaldría a olvidar los efectos a la vez positivos y negativos, pero de todos modos inevitables, de la globalización. La penetración de la civilización material y de la cultura de masas occidental en el conjunto del planeta sólo puede conducir a enfrentamientos que tomen la forma de este choque de culturas anunciado por Samuel Huntington si no se comprende la necesidad y la posibilidad de combinaciones nuevas entre unas culturas y unas economías ya en plena transformación y unas tendencias centrífugas, pero que pueden seguir un camino propiamente democrático; es decir, tratar de combinar las demandas de la población, en parte determinadas por el pasado y el presente, y unas fuerzas de transformación económicas y sociales que corren el riesgo en cada momento de transformarse en un nuevo materialismo. El principal obstáculo aquí no es definir el contenido de esta política; es encontrar los órganos políticos capaces de proponer tales decisiones y de ponerlas en marcha. Pero la crisis de la socialdemocracia y de la izquierda en todos los países es tan grande y tan profunda que se puede considerar que estas decisiones internacionales deberían estar en el corazón mismo de la recomposición de una izquierda pos-socialdemócrata y sensible a todos los efectos de la globalización, tanto del lado estadounidense como en la "vieja Europa", hoy desgarrada por unas alternativas estratégicas opuestas, pero que no deberían representar una barrera infranqueable para la búsqueda de una política internacional activa de los europeos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.