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ARTE Y PARTE

El eje del mal gusto

Estas últimas semanas se nos han ofrecido abundantes fotografías de la invasión de Irak. Aunque amortiguadas por la astuta y repugnante censura americana, han demostrado las graves dimensiones del desastre humano y material con la destrucción masiva de ciudades y monumentos culminada con el pillaje en medio de un caos intencionadamente consentido. La mayor catástrofe han sido las víctimas individuales y el aniquilamiento de una colectividad difícilmente recuperable. Pero la destrucción de los antiguos monumentos ha acabado de hundir al país arrebatándole incluso los testimonios de su larga civilización. El único hecho positivo -o esperanzador- es que, a pesar de las mentiras y las censuras, se ha comprobado que el imperio aparentemente invencible es ya vulnerable. La desinformación, la mala programación, los mandos desacreditados -empezando por el presidente, cuya capacidad mental no pasa de la indispensable para ser vendedor de baratijas- y el desconocimiento del presente y el futuro del mundo árabe marcan las líneas por las cuales el imperio -y con él la falsa democracia que quiere representar- algún día acabará hundiéndose. Véase el magnífico artículo de Edward W. Said publicado el pasado 14 de marzo en este mismo periódico.

Los ejes del mal gusto de los gobernantes traspasan sistemas e ideologías. Uno de ellos va de Bagdad a Madrid

Aparte de estas noticias -unas malas y otras, si no buenas, al menos esperanzadoras-, también nos hemos enterado de otros temas secundarios pero lo bastante significativos para no resistir la tentación de comentarlos aquí, aunque se nos tache de frívolos por preocuparnos de la estética en estas circunstancias dramáticas. Nos hemos enterado, por ejemplo, de la indecente calidad arquitectónica y ambiental de los edificios institucionales y las residencias oficiales iraquíes, filmadas ahora bajo los bombardeos y durante el saqueo.

Son unos conjuntos abominables, al margen de cualquier cultura, de cualquier idea de confort y de modernidad, una exacerbación de eso que para abreviar llamamos mal gusto. Los edificios se asemejan a los grandes disparates de Las Vegas sin disimular el cartón piedra ni aparentar referencias, con añadidos que querían ser residuos islámicos y que no son más que fragmentos de meublés parisienses de los años treinta. Cuando las cámaras de televisión penetran en los grandes salones, el panorama es todavía más deprimemte: espacios siniestros, inexpresivos, arañas de cristal empobrecido, muebles de pésima calidad con fórmulas coloniales de todos los Luises franceses y tapicerías que presumen recordar el beis y el oro de los teatros de ópera ochocentistas, según la versión de un escenógrafo de zarzuelas. ¿Cómo puede ser que una tradición cultural tan fuerte y variada haya caído en un mal gusto que ni siquiera es provocador?

Sería fácil constestar que ese estilo Sadam es consecuencia de la propia degradación política, del aislamiento y del desprecio cultural que el propio régimen propició. Pero sería una respuesta incompleta porque cada vez que veo una reunión de dignatarios en cualquier país del mundo, el escenario decorativo se parece mucho al de Sadam. Veo siempre a Bush, el emir de Qatar, Aznar, Blair, Sharon, Putin, Juan Carlos I, Arafat, en esas cumbres unilaterales sentados en butacones abigarrados, ante unas mesas que, según cada tendencia nacionalista, aparentan proceder de Luis XVI, de Chippendale, de Boulle o del llamado Renacimiento español.

Es cierto que en muchos países hay una tradición de antiguos edificios de gobierno de alta calidad arquitectónica que se prolonga con una larga lista de nuevas construcciones. La reforma del Bundestag y los nuevos ministerios de Berlín o el Parlamento de Edimburgo, que está a punto de inaugurarse, son ejemplos recientes significativos. Los edificios de la ONU en Nueva York y de la Unesco en París fueron en su época dos proclamas de modernidad. Pero, en cambio, cuando la función gubernamental se combina con ciertos usos residenciales de los propios gobernantes, el mal gusto aparece indefectiblemente en la mayoría de los países, quizá porque esos gobernantes no soportan en la intimidad ningún rasgo de cultura demasiado provocador. Los apartamentos presidenciales de Washington, de Londres, de Moscú o de Madrid no tienen nada que envidiar al mal gusto de Sadam Husein. Sólo con una diferencia: en Irak, sin instrumentos democráticos reales, casi todos los edificios oficiales eran propiamente residencias. Y por tanto, el mal gusto estaba más asegurado.

Madrid está casi en el mismo eje del mal gusto que Bagdad. Después de una tradición barroca y ecléctica que dio resultados tan potentes como el Palacio Real, el Congreso y algunos ministerios, los últimos tres edificios oficiales con residencia propia desacreditan el prestigio de nuestra cultura: La Zarzuela, La Moncloa y el nuevo palacete del Príncipe. El día en que haya que desalojarlos no quedará ningún rastro digno. La estupenda mole del viejo Palacio Real -y La Granja, Aranjuez, El Escorial y tantos otros repartidos por toda España- es el signo de la cultura arquitectónica de su época. Y el palacete del Príncipe -una cuestión que tiene insignes precedentes en las familias reales españolas- también lo será: una cultura abominable, inferior al consumo popular, aceptada sin reparos por unos reyes, unos políticos y unos funcionarios que seguramente no nos merecemos. Los ejes del mal gusto de los gobernantes traspasan sistemas e ideologías. Uno de ellos va de Bagdad a Madrid aunque los mandatarios hayan postulado posiciones bélicas contradictorias.

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