El dilema
Al inicio de la agresión anglosajona contra Irak, un empresario catalán objetó mis críticas a Bush y Blair con estas palabras: "A fin de cuentas, la postura francesa también está motivada por la defensa de sus intereses petroleros en aquella zona". Me sorprendió su ingenuidad y le respondí con cierta dureza: "Pero ¿qué te crees? Claro que los franceses piensan en sus intereses, como cualquier Estado que se precie, y, por si no lo sabes, como cualquier persona que esté en sus cabales. ¿O es que consideras que las relaciones entre personas son inmunes a este hecho? Ni tan siquiera las relaciones conyugales o las paternofiliales son ajenas al componente patrimonial. La autoridad paterna descansa, en parte, sobre el control de los recursos económicos familiares". Me miró con asombro compatible con cierto desdén, sonrió con desgana y lo dejó estar. Pasados los días, veo claro que mi reacción fue desmedida en el tono, pero acertada en lo esencial.
En efecto, mientras haya hombres y mujeres sobre la Tierra, habrá conflictos de intereses, tanto individuales como colectivos. La razón es que muchos bienes son -y serán siempre- más escasos que su demanda. De lo que se desprende que estos inevitables conflictos de intereses habrán de resolverse de algún modo. Y, en realidad, tan sólo existen dos formas de solucionarlos: 1. Por la fuerza bruta, de modo y manera que prevalezca la voluntad del más fuerte. 2. Por medio de un procedimiento de violencia ritualizada, bajo el control de un tercero imparcial. O, dicho de otro modo, sólo hay dos sistemas de ordenación social: el que encuentra su origen y única justificación en la hegemonía incontestable del más poderoso, y el que es fruto de un plan vinculante de convivencia en la justicia, es decir, de un ordenamiento jurídico. Ambos sistemas tienen en común el hecho de que los dos exigen, para hacerse efectivos, el amparo de la violencia. Pero ahí terminan las coincidencias. En el primer sistema, la violencia discrecional y gratuita -ahora se dice unilateral- del más poderoso está al servicio exclusivo de su interés particular. Por el contrario, en el segundo sistema, la violencia que impone una resolución conforme al derecho del conflicto planteado, se ejerce tras seguir un procedimiento destinado a dilucidar cuál de los intereses en litigio es merecedor de mayor protección, según el único criterio ético de validez universal: la prevalencia del interés general sobre el particular. En corto y por derecho: la opción, al tiempo de conformar el orden imprescindible que exige la convivencia humana, está entre la ley del más fuerte y la ley expresión de la voluntad general.
Lo abstracto del tema puede aliviarse si se examina desde otra perspectiva. Veamos. Es una verdad axiomática que el progreso económico se produce porque existe mercado, pero hay que añadir acto seguido que, para que haya mercado, es precisa la regulación de su funcionamiento. Así las cosas, la pregunta es obligada: ¿quién ha de regular el mercado?, ¿el protagonista más poderoso o el conjunto de los participantes? La respuesta es clara: si se quiere que la regulación sea duradera, es preciso que se funde en la justicia. Y ésta ha de concretarse en un ordenamiento que exprese la voluntad general atenta a hacer prevalecer el interés colectivo sobre el particular. Al predominio de la voluntad general ahora se le llama multilateralismo.
En resumen, el cambio de escenario impuesto por la globalización no implica una mutación sustancial de la problemática política tradicional, ya que la naturaleza de las cuestiones que hoy se plantean es idéntica a la de los problemas de cualquier época precedente: someter al imperio de la ley, como expresión de la voluntad general, a los actores que se desenvuelven en el nuevo escenario global, y racionalizar el ejercicio de sus actividades mediante su sometimiento a las exigencias del interés colectivo. Se trata, por tanto, de comenzar a construir un orden global, que evite la degradación del sistema económico y la radicalización de las desigualdades, proscriba la violencia y persiga a los violentos. Y este orden no puede ser fruto de una decisión unilateral del más poderoso, sino del acuerdo multilateral de todos los implicados.
Por ello, cuando Richard Perle pontifica con arrogancia que "ha muerto la fantasía mantenida durante décadas de que la ONU era la piedra angular del nuevo orden mundial", hace algo más que enterrar una institución que juzga obsoleta e inoperante. En realidad, defiende la sustitución del actual orden jurídico internacional, fundado en el interés general y encarnado -todo lo embrionariamente que se quiera- por las Naciones Unidas, por un nuevo orden impuesto unilateralmente por EE UU y atento sólo a la satisfacción del interés nacional norteamericano: el mantenimiento de la hegemonía y control del comercio mundial.
Éste es el dilema: uno u otro orden. Hay que tomar partido. La Administración de Bush lo ha hecho con una brutalidad y una simplicidad impropias de la mejor tradición del gran país al que representa. Un país fundado históricamente en la tolerancia, entendida como aquella virtud que se basa en la convicción de que las ideas no son principios inmutables, sino simples herramientas para entender y conformar el mundo, es decir, respuestas provisionales y relativas. Por tanto, la tolerancia siempre deja un margen para la diferencia, siempre da espacio a las ideas minoritarias para que, al final, prevalezcan los intereses de la mayoría. Así sea.
Juan José López Burniol es notario.
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