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Columna
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¿Realismo o estupidez?

La ilegal e inmoral invasión de Irak ha puesto de manifiesto, según los inspiradores de la misma, la existencia de un nuevo equilibrio geoestratégico caracterizado por la hegemonía indiscutible del poder militar de los Estados Unidos. La constatación de este hecho -de sobra conocido sin necesidad de destruir un país y de provocar una masacre como la que se ha llevado a cabo- es ahora, una vez consumada la invasión, el punto de partida del nuevo discurso que pretende imponerse, el discurso del realismo, sobre el orden internacional que nos espera en el futuro.

Seamos realistas, nos dicen desde el partido del Gobierno. Asumamos que el mundo es como es y tratemos de sacar el máximo provecho de la situación. Las cosas han cambiado y hay que adaptarse a los tiempos, nos dicen los pregoneros de la buena nueva. Algunos lo hacen asumiendo como propias las tesis de los sectores más extremistas y radicales del Pentágono, representadas por personajes como Richard Perle, quien celebra "la caída de Naciones Unidas" y apela a las "coaliciones de voluntarios" para gestionar el mundo, coaliciones a las que los "realistas" deberían apuntarse. Otros nos proponen abrazar la causa del "realismo" desde construcciones teóricas más sofisticadas, como las que tratan de abrirse camino sobre la crítica de lo que Europa ha venido representando durante el último medio siglo. Robert Kagan -quien fuera, entre otras cosas, asesor de Ronald Reagan y redactor de discursos de George Schulz- y su libro Poder y Debilidad (Taurus, 2003) son la nueva referencia inexcusable para todo el que no quiera ser catalogado como trasnochado desde el poder.

Según Kagan, los logros de la vieja Europa en materia de estabilidad y bienestar social han sido posibles gracias a que los EE UU le han venido guardando las espaldas con su poderío militar. No sabemos que opina Kagan del coste de los cientos de miles de personas que pueblan las prisiones en su país, muchas de ellas atribuidas a la marginación, la desigualdad y la ausencia de oportunidades en determinados sectores, pero lo cierto es que Jeremy Rifkin calculó el mismo hace unos años en una cantidad precisamente equivalente al gasto europeo en bienestar social. Tampoco sabemos lo que opina Kagan sobre el gasto militar que pudiera considerarse estrictamente necesario para una política de defensa complementaria de otra de cooperación, y no sometida a las presiones de la industria militar y la carrera de armamentos.

Lo cierto es que, más allá de esos interrogantes, los nuevos realistas pretenden convencernos de que el mundo puede funcionar establemente mediante la imposición por la fuerza de los designios de unos pocos, aunque los mismos vayan contra la voluntad y los intereses de la mayoría. No estaría de más que estos realistas -mis excusas y mis parabienes para los seguidores de la Real, que no va con ellos- leyeran un poco de historia. Particularmente les recomendaría la lectura de los discursos de Truman y de Marshall cuando a finales de los años 40 reclamaban la cooperación internacional al objeto de paliar aquellos factores que, como la injusticia, la pobreza o el subdesarrollo, ponían en entredicho la posibilidad de construir instituciones libres y democráticas en el mundo.

Hoy esta borrachera de realismo les ha hecho creerse a algunos que los EE UU pueden incluso prescindir de Europa, sin darse cuenta de que ello solo sería posible si los países europeos aceptaran sin rechistar los designios del imperio, como pretende el Gobierno español buscando torpemente hacerse con las migajas del botín y poniendo en peligro las bases de la democracia. Pocas cosas hay tan estúpidas como creer que puede renegarse de la democracia a escala internacional, sin recurrir al autoritarismo en el plano interno para acallar las voces de quienes se oponen a semejante desmán. La caza de brujas, la censura contra los disidentes en el plano cultural o artístico, pueden ser sólo la avanzadilla de mayores atropellos en el futuro. Cuando la aceptación de la ley del más fuerte se convierte en práctica habitual, y más aún si ello se justifica con ribetes pseudointelectuales, los límites de la justicia se desvanecen y la democracia comienza a hacer aguas.

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