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Tribuna:EL FUTURO DE LA UE
Tribuna
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¿Qué ampliación beneficia a España?

Los autores mantienen que la ampliación de la UE que hoy se firma en Atenas ha puesto de manifiesto no sólo la ausencia en el Gobierno de una estrategia europea bien sistematizada, sino también su escasa confianza en las posibilidades de España

La cumbre de Copenhague estableció el camino de la ampliación, cerrándola en una primera fase con la incorporación de diez Estados, y en una segunda, con otros dos. A nuestro juicio, esta solución puso de manifiesto no sólo la ausencia en el Gobierno español de una estrategia europea bien sistematizada, sino también su escasa confianza en las posibilidades de España para influir en favor de los intereses españoles en el proceso de construcción europea.

Desde la última década del siglo XX se había dado por zanjada la discusión sobre la necesidad o la pertinencia de proceder con la ampliación de la Unión Europea. Hasta entonces ninguna razón política, social o económica había cobrado fuerza suficiente para demostrar las ventajas de la ampliación al Este. A pesar de ello, ningún Estado miembro mostró ni una gran oposición ni se interesó por promover una auténtica discusión sobre la decisión de elevar el número de miembros de los 15 actuales a los probables 27 de mediados de esta década.

España ha jugado mal sus cartas, o peor, ha despreciado la partida de cartas
La llegada de nuevos Estados a la Unión va a suponer un grave problema organizativo
La inversión española en ocho de los países aspirantes es prácticamente nula

Ahora bien, las expectativas generadas entre la ciudadanía de los países que habían escapado a la influencia del comunismo soviético para arrojarse en los brazos de la democracia y los sistemas de bienestar social, convertían en legítimas sus esperanzas de engrosar el grupo de Estados que componen la Unión Europea. Una vez que se había impulsado y respaldado desde el Oeste la implantación de la democracia y de la economía de mercado carecía de sentido plantearse la ampliación en términos de elección racional. El acceso de los países poscomunistas sólo podía entenderse como una recompensa y una obligación moral.

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En consecuencia, si la discusión sobre los beneficios o el perjuicio de la ampliación carecía de sentido, al considerarse un obligado trámite, la estrategia más conveniente para los intereses españoles obviamente debía consistir en identificar los escenarios más beneficiosos para España. Es en el contexto de esta situación en el que se percibe la falta de planteamientos claros, de una estrategia global del Gobierno español orientada a maximizar las oportunidades de la ampliación y a minimizar sus inconvenientes.

La llegada de nuevos Estados al seno de la Unión nos va a suponer un grave problema organizativo a los antiguos socios. El proceso de consolidación de un cierto entendimiento y coordinación de las políticas de interior, justicia, defensa y exterior apenas ha echado a andar y no se adivina un futuro nada halagüeño con el advenimiento de los nuevos socios. Éstos únicamente parecen estar dispuestos a colaborar en la integración política colocando nuevos obstáculos que impidan avanzar en esa dirección. El resultado natural del proceso no podrá ser otro que la reconversión de Europa en un gran espacio económico regido por reglas comunes, en el que se intuye que además únicamente algunos (pocos) de los Estados miembros compartirán objetivos y políticas comunes más allá de los puros aspectos económicos. Ese gran mercado común va a ganar 150 millones de nuevos consumidores en los próximos cinco años, pero lo hará de manera progresiva. Es aquí donde la falta de una política exterior coherente ha puesto fuera de juego a los intereses españoles.

De los Estados que albergan esos futuros 150 millones de nuevos ciudadanos de la Unión, la gran mayoría son percibidos tan ajenos para los españoles que sólo una escasa proporción acierta a conocer el nombre de más de tres de los países que se integrarán a partir de 2004. Paradójicamente, entre los países mejor identificados por los españoles figuran los dos que tardarán un mayor plazo de tiempo a incorporarse a la Unión Europea, a saber, Rumania y Bulgaria. El otro país percibido como más cercano es Polonia. Posiblemente la presencia de un importante número de inmigrantes de estos países en España, unida a su ubicación más próxima a la cuenca mediterránea y a la cultura latina, en el caso de Rumania y Bulgaria, explican las percepciones de la ciudadanía española.

Sin embargo, el posible interés expresado sobre estos posibles nuevos socios no debe descansar exclusivamente en factores culturales, históricos o lingüísticos. La zona del mar Negro reúne las únicas sociedades que pueden ser sensibles a los intereses españoles. Los lazos con los países bálticos y con la gran mayoría de los países de Europa Central se reducen, en el mejor de los casos, a su condición de destinos vacacionales de algunos españoles. La inversión española en los ocho países de esta zona con los que se ha comprometido su ingreso en dos años es prácticamente inexistente. Las razones resultan de lo más variado, aunque la principal la constituye la histórica carencia de interés por tener presencia alguna en estos países y, lo que es más importante, la fuerte presencia de otros miembros de la Unión, en especial de los países nórdicos, Holanda y Alemania, que hace inviables los intentos de los advenedizos por ganar espacio en unas economías claramente controladas.

No es éste el caso de Rumania y Bulgaria. La presencia francesa y su influencia es patente en ambos países, aunque no tan profunda como para impedir jugar un papel a otros miembros de la Unión Europea. El desembarco italiano, por ejemplo, comienza a ser palpable. No obstante, todavía quedan muchos nichos vacíos en unas economías que se han ido reconstruyendo poco a poco y donde las oportunidades de negocio y la potencialidad productiva comienzan a aparecer en los últimos años.

Nuestra experiencia de colaboración durante más de cinco años continuados con distintas instituciones universitarias de Rumania nos ha permitido observar los cambios acaecidos. Además, durante los dos últimos años hemos tenido una directa colaboración en la implantación de las políticas de modernización de la Administración pública rumana ligados a diversos programas del Ministerio de Administraciones Públicas rumano. El trabajo realizado ha probado ser de gran eficacia y los cambios resultan palpables. Lo curioso es que mientras algunos españoles participamos en este apasionante proceso, el Gobierno español parece absolutamente ajeno a él. La presencia francesa, ejemplificada en variados asesores incluidos en los propios equipos de ministros y secretarios de Estado, es continua. Los asesores del Gobierno italiano, e incluso del inglés, también comienzan ocupar asientos entre los asesores del Gobierno rumano.

El progreso de Rumania resulta notable. Su adaptación a la economía de mercado se ha completado, al tiempo que se va poniendo fin al proceso de privatización y devolución de bienes nacionalizados durante la dictadura comunista. Las mejoras sociales alcanzan a las clases más desfavorecidas gracias al control presupuestario y a las inversiones en materia de bienestar social que han conducido a unos niveles de inflación similares a los del resto de países de su entorno. El trabajo a realizar todavía se presenta ímprobo, pero el camino elegido parece el adecuado y sitúa al país en condiciones similares a las de algunos de los países que van a unirse a la Unión Europea en 2004.

España ha jugado mal sus cartas, o peor, ha despreciado la partida de cartas. La excusa para dejar fuera, transitoriamente, a Rumania y Bulgaria se basa en que estos dos países todavía no ha alcanzado el nivel adecuado para formar parte del club. Resulta difícil admitir tras un serio examen que la situación social, política o económica de los vecinos del Sureste sea mucho mejor que la de los del Noreste. El desequilibrio y el coste, si no económico, que posiblemente no lo sea, pero sí organizativo de la ampliación hacia el Este hace aconsejable reducir el número de países lo más posible. Claro, que esto no explica por qué se ha de poner ese límite en una zona de Europa y no en otra, salvo que examinemos las áreas de influencia de los actuales miembros de la Unión Europea.

Con la excepción de Francia, el resto de los Estados miembros centran sus áreas de influencia al norte de los Cárpatos. En esta disputa Francia se ha encontrada aislada en su enfrentamiento con los países germánicos y nórdicos. España, Italia y el resto de los países de la cuenca mediterránea han visto en los países del sureste de Europa a potenciales enemigos en la disputa por las subvenciones de la PAC y de los Fondos Estructurales. No los han percibido como posibles y probables áreas de influencia política y cultural, como mercados vírgenes en los que invertir con la garantía del aval de la Unión (como va a ocurrir con las inversiones, que por cierto no serán españolas, en el resto de los países del Este), ni como importantes aliados políticos en las renovadas instituciones de la Unión Europea, a causa de nuestra omisión, controladas por los países del centro y el norte de Europa. El tratado de Niza se diseñó pensando en una Unión Europea con 27 miembros y los dos que servían para equilibrar el escenario político entre Norte y Sur se van a quedar transitoriamente al margen. Por tanto, la consecuencia previsible consistirá en la pérdida de peso efectivo de los países del Sur en las decisiones de la Unión Europea.

El Gobierno español todavía está a tiempo de reaccionar y se puede plantear una nueva estrategia sobre el proceso de ampliación. Un claro apoyo material y político a Rumania y Bulgaria, en alianza con Francia e Italia, abriría las puertas a una reubicación de España en el seno de la Unión Europea. De lo contrario, nuestro peso real puede llegar a ser no mucho mayor que el de Irlanda y Dinamarca, y desde luego, inferior al de Holanda o Polonia.

José Ignacio Cases Méndez y Francisco Javier Ruiz Martínez son profesores de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Carlos III de Madrid.

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