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Columna
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Enajenados

El Partido Nacionalista Vasco acaba de hacer pública una declaración oficial en la que, entre otras consideraciones, se afirma que los vascos "estamos regidos por una voluntad ajena". Los vascos vivimos, según esto, enajenados. En mi opinión, de las diversas acepciones posibles del término enajenar, la menos adecuada para caracterizar la realidad vasca es aquella a la que, a tenor de lo expuesto por la citada declaración, se refiere el PNV: "Pasar o transmitir a alguien el dominio de algo o algún otro derecho sobre ello". Vivimos enajenados, sí, pero no en el sentido de que nos encontremos sometidos a una voluntad política ajena, dominados por otro. Más bien, nuestra enajenación tiene que ver con otros de los varios sentidos que el diccionario confiere a dicho término. Como, por ejemplo: "Sacar a alguien fuera de sí, entorpecerle o turbarle el uso de la razón o de los sentidos". O bien: "Apartarse del trato que se tenía con alguien, por haberse entibiado la relación de amistad".

De unos años acá los vascos estamos sometidos a una voluntad ajena, cierto es. Pero tal sometimiento tiene poco que ver con la intromisión de poderes extraños, de un otro (España, Madrid, Constitución) irreductiblemente ajeno, y mucho con el extravío de nuestro ser propio. La vasca es una sociedad estructural e irreductiblemente plural: conviene recordar, frente a tanto intento de agruparnos en dos frentes opuestos, que una mayoría de los ciudadanos de este país (el 37% según el Euskobarómetro del 2001) se siente tan español como vasco. Además, como ocurre en cualquier sociedad compleja, son innunerables los elementos identitarios ligados al género, la orientación sexual, la clase social, la religión, etc., que introducen, cada día más, diversidad cultural en nuestras vidas. Sería muy importante no olvidar esta segunda fuente de diversidad, tantas veces ocultada por un discurso y una práctica política que reduce todo a identidad nacional, dibujando así a unos vascos irreales, perfectamente definidos, homogéneos, despojados de todas sus contradicciones y de toda su complejidad.

Por otro lado, bajo el humo que produce la vivencia agónica de la política, Euskadi goza de una admirable estabilidad social y económica. Cuando escribo estas líneas la plaza de mi pueblo se está llenando de terrazas y sombrillas. No somos Palestina o el Ulster. No tenemos ninguna razón de peso (ninguna razón presentable) para someter a esta sociedad a una presión que genera desazón y miedo en una buena parte de la misma. Se podrá discutir su fundamento o su alcance, pero no hay ninguna duda de que esa desazón y ese miedo se han instalado en cada vez más conciudadanos. Y deberíamos ser capaces de incluir el cálculo de este sufrimiento en todos nuestros proyectos políticos

Los vascos estamos, es cierto, crecientemente enajenados: entorpecidos en el uso de nuestra razón y nuestros sentidos; enemistados con quienes antes teníamos trato. Y, sobre todo, ajenos a nosotros mismos, a nuestra pluralidad estructural y nuestra tradición de pluralismo. Lo hemos sido más (hasta 1995), lo hemos sido menos (desde 1998) y estamos dejando de serlo. Regidos por una voluntad ajena, poseídos, estamos perdiendo el control de nuestro presente. Ni tan siquiera nos queda el frágil espacio del dolor compartido tras cada asesinato (espacio breve, estrecho, hipócrita si se quiera, pero espacio común al fín y al cabo). Como para pensar en controlar nuestro futuro...

Es cierto: los vascos estamos sometidos a una voluntad ajena. No puede ser que seamos nosotros mismos quienes estamos haciendo lo que estamos haciendo. ¿Posesión infernal? Tal vez, pero el infierno somos nosotros. ¿Extravío mental, arrebato de locura? Acaso, pero se trata de una locura metódica. En cualquier caso, nosotros somos los extraviados y los extraviadores, los enajenados y los enajenadores, los sometidos y los sometedores. ¿Mirar hacia fuera? ¿Buscar en otro lado? Será que no queremos reconocer el problema.

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