Melancolía de la victoria
La posguerra de 1945 fue un gran momento de los Estados Unidos. La conducción estuvo a cargo de un estadista brillante (Franklin D. Roosevelt) y un político resuelto y valeroso (Harry Truman), pero fue ella compartida con una generación de militares cuya visión política, mirada a la distancia, resulta extraordinaria: Eisenhower, McArthur, Marshall. Nació allí Naciones Unidas, que no por casualidad se instaló en New York; se construyeron instituciones políticas y financieras multilaterales; se condujo sabiamente la occidentalización de Japón: se aplicó en Europa el famoso Plan Marshall... En la construcción del Consejo de Seguridad se reconoció un lugar a Francia, por una decisión más romántica que realista, y a China, un enorme país atrasado, al que se elevó a rango de potencia. Infortunadamente, en paralelo a ese proceso, comenzó la guerra fría, pero el hecho es que EE UU consolidó en Occidente un liderazgo que venía insinuándose desde la guerra de 1914-1918.
Hoy nos encontramos con el mismo EE UU erigido en superpotencia, montado sobre el predominio absoluto en lo militar, una dominante presencia económica, abrumadora superioridad tecnológica y una verdadera invasión cultural en un mundo cuya juventud se uniforma con pantalones de vaquero, toma coca-cola, come hamburguesas y se sacude al ritmo de las bandas rock norteamericanas e inglesas.
Paradójicamente, ese Estados Unidos triunfante, en un año y medio ha vivido un protagonismo contradictorio y peligroso. Cuando los atentados del 11 de setiembre de 2001 una ola de solidaridad recorrió el mundo. EE UU por primera vez sufría en su propia carne, en su mismo suelo, la agresión terrorista, ciega y criminal. Y el mundo así lo sintió, más allá de la adhesión a regañadientes de algunos profesionales del antiyanquismo. Por eso, cuando se planteó la invasión a Afganistán para derrocar el regimen talibán, consustanciado con el proclamado jefe del terrorismo, la comunidad internacional apoyó su esfuerzo.
De pronto, todo volvió a cambiar. Al pie de su doctrina del eje del mal, con filosofía y ademán religioso, la Administración de Bush plantea una guerra para derrocar al regimen de Sadan Huseim. Nadie discutió su naturaleza totalitaria, tampoco la necesidad de desarmarlo dada la agresividad demostrada en contra de sus vecinos, luego de ocho años de guerra con Irán, la invasión a Kuwait en 1991 y el intento de genocidio kurdo a base de horrorosas armas bacteriológicas. Irak, por otra parte, había estado incumpliendo los reiterados mandatos de Naciones Unidas y ello no sólo había merecido 18 resoluciones condenatorias, sino hasta un bombardeo ordenado en su tiempo por el presidente Clinton.
Sin embargo, desde la perspectiva de la lucha contra el terrorismo, se advertía: l) que el régimen totalitario de Huseim no era fundamentalista islámico, razón por la cual en su momento Occidente le había apoyado; 2) que el terrorismo no partía de allí, sino de otros enclaves, fundamentalmente saudíes. En una palabra, la acción militar no cabía debajo de aquel paraguas. Así fue que en el Consejo de Seguridad se pensara más bien en una estrategia de contención, fundada en la presión de inspecciones, ciertas limitaciones como las referidas al uso por el Irak de su propio espacio aéreo y eventualmente hasta una presencia militar precautoria.
Desgraciadamente, el Gobierno norteamericano desde el primer momento evidenció su propósito de desligarse de la organización internacional y actuar militarmente por su sola cuenta. Así ocurrió y hoy nos damos de bruces con las consecuencias de este error:
l) La OTAN está dividida entre "los aliados" y todo el resto.
2) Europa también ha quedado políticamente resquebrajada, con la reaparición de añosos recelos y rivalidades.
3) El fundamentalismo islámico se agita en todo el mundo árabe bajo el ropaje pasional del victimismo.
4) América Latina no ha acompañado la acción militar, salvo tres países, y si bien podrá ser un buen socio para luchar contra el terrorismo, no lo es -ya lo ha demostrado- para un belicismo universal que irrespete el derecho internacional.
5) La acción militar deja un costo económico gigantesco y el desafío de una reconstrucción iraquí no menos onerosa.
6) EE UU aparece más aislado de lo que ha estado nunca. Entró y salió del Consejo de Seguridad sin un voto nuevo a su favor, pues ni su vecino y asociado mexicano le acompañó. Sus tres bases del Mediterráneo no pudieron ser empleadas y la reticencia de Turquía -un fiel aliado militar, desde los lejanos tiempos de la guerra de Corea- impidió el desarrollo de un segundo frente que hubiera reducido mucho el tiempo y el precio de la guerra.
Estar con los EE UU ha pasado a ser una pesada carga para sus socios. El antinorteamericanismo, un viejo asunto que trata Jean François Revel en un libro reciente, pero anterior al episodio, Irak, ha rebrotado como pasto en primavera. Y él jaquea a través de movilizaciones, instalando un debate simplista y maniqueo, pero de repercusión política. EE UU ha pasado en pocos meses de víctima a victimario. Su equivocado desafío a la organización internacional le ubica ahora delante de un problema muy serio. El viejo instinto aislacionista ya no puede operar con una potencia desplegada en el mundo entero y con intereses universales. No hay repliegue posible. Pero la convivencia se hace difícil si los EE UU no recobran de algún modo aquel viejo aliento generoso que le inspiró Franklin D. Roosevelt.
La superpotencia debe pensar con mucha serenidad sus acciones. El triunfalismo le sería fatal, porque demasiado pesadas son las consecuencias de su decisión anterior. Bien cabe recordar al duque de Wellington en su momento de mayor gloria: "Nada, salvo una derrota, es tan melancólico como una victoria".
Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.