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Tribuna:Los desafíos de la posguerra en Irak | DEBATE
Tribuna
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Pax americana

E stados Unidos es la primera potencia científica, tecnológica, económica, diplomática y militar del mundo. Perdonen que empiece con esta evidencia, pero es que, durante varios meses, parecía que algunos calcularan y razonaran a partir del supuesto exactamente opuesto. Permítanme también recordar que gracias a Estados Unidos fueron derrotados el nazismo alemán y sus cómplices en la Segunda Guerra Mundial y que gracias a Estados Unidos fueron derrotados el comunismo soviético y sus pupilos en la llamada guerra fría. Estas dos victorias mayores están en la base del actual poderío norteamericano. Entre ellas, Estados Unidos experimentó algunas derrotas menores, incluida la más espectacular en la guerra del Vietnam, la cual condicionó las decisiones estratégicas y militares durante una generación. Pero los acontecimientos recientes indican claramente que las consecuencias de aquel episodio han quedado atrás.

La caída de Husein es un aviso para otros Gobiernos islámicos y comunistas agresivos

Entre el trauma del Vietnam y el fin de la guerra fría, el Oriente Próximo se convirtió en la zona más violenta, inestable e imprevisible del mundo. El mayor foco de conflicto sigue estando, como todo el mundo sabe, en Israel y Palestina. Pero dos fuerzas expansionistas han intervenido violentamente en la zona, especialmente desde finales de los años setenta. Primero, el fundamentalismo islámico que tomó el poder revolucionariamente en Irán, frente al cual Estados Unidos apoyó inicialmente al régimen baasista de Irak y otros adversarios para contenerle. Segundo, el comunismo soviético que invadió Afganistán, frente al cual Estados Unidos apoyó a otros fundamentalistas islámicos que se le resistieron y acabaron venciéndolo. Durante los años ochenta, estas acciones norteamericanas por delegación fueron fuertemente condicionadas por la derrota en Vietnam y el temor de los sucesivos presidentes a enzarzarse en un embrollo externo e interno similar. La táctica realista, típicamente kissingeriana, consistía en apoyar al rival del enemigo para neutralizarlo y luego al rival del rival y así sucesivamente para evitar que alguno de los actores fuera suficientemente poderoso y tratara de imponerse a los demás. Pero, como es sabido, tanto el baasismo iraquí como el fundamentalismo islámico afgano pronto se manifestaron también como movimientos expansionistas y agresivos, especialmente con la invasión de Kuwait y el apoyo al terrorismo internacional.

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Los ataques del 11 de septiembre cambiaron completamente la agenda internacional de Estados Unidos. Pese a las reacciones inmediatas de simpatía, parece que una gran parte de los ciudadanos del resto del mundo no acabó de comprender muy bien su impacto en los ciudadanos y los líderes de aquel país. A diferencia de lo que ocurre en otras muchas partes del mundo con intrincadas historias, en las que los ataques y conflictos con los vecinos han abundado, con los ataques terroristas los norteamericanos sintieron estar sufriendo una guerra de agresión exterior en su propio territorio por primera vez.

Así, no es muy difícil entender que los estrategas y gobernantes de Estados Unidos decidieran que la conflictividad y la inestabilidad del Oriente Próximo merecían ser reducidas mediante una sustitución de sus regímenes más agresivos, violentos e imprevisibles. En contra de lo que parecen suponer algunos comentaristas europeos, esta prioridad de la política internacional estadounidense es hoy muy ampliamente compartida tanto por los republicanos como por los demócratas -como se ha observado estas pasadas semanas en las votaciones del Congreso-. Atribuir la política exterior norteamericana al fundamentalismo cristiano sólo revela una ridícula ignorancia de los mecanismos de opinión, institucionales y de toma de decisiones en aquel país. Atribuirla a los intereses petroleros indica una no menos ridícula ignorancia de los hechos económicos, ya que EE UU es un exportador neto de petróleo y entre los principales países de los que importa no se encuentra Irak (sino los más cercanos Canadá, México y Venezuela).

Pese a la retórica dialéctica sobre la exacerbación de los conflictos, no es muy probable que a la contundente victoria norteamericana en Irak le siga una generalización del odio, como algunos temen (o quizá desean). En general, más represión no provoca más sino menos acción -por la sencilla razón de que eleva el coste de ésta y la hace más arriesgada-. Por supuesto, caben ahora contragolpes y reacciones extremas de terroristas aislados, pero tácticas desesperadas como los ataques suicidas no indican precisamente una expectativa de ganar. Con el derrocamiento del régimen de Husein, otros Gobiernos islámicos o comunistas agresivos verán en la intervención norteamericana no un acicate a su beligerancia -como algunos sostienen-, sino más bien un aviso y un escarmiento que les llevará a la contención.

Gracias a la victoria rapidísima de Estados Unidos, la dictadura violenta y expansionista iraquí puede ser sustituida por un régimen menos malo -como ocurrió en Afganistán- y, sobre todo, se abre la oportunidad de avanzar rápidamente en la pacificación de Palestina y el Oriente Próximo en general. Ciertamente, el multilateralismo ha retrocedido en favor del dominio mundial de una sola superpotencia y sus aliados. El Gobierno británico de Blair, uno de los que mejor han comprendido los riesgos y las oportunidades de la presente situación internacional, podrá ahora tratar de forzar a Estados Unidos a compartir sus decisiones y sus éxitos, en vez de situarse voluntariamente al margen y dejar a la gran potencia todo el margen de maniobra. Pero, aun si predominara el unilateralismo norteamericano, la nueva configuración aún sería menos conflictiva y peligrosa que la confrontación bipolar de la guerra fría que algunos parecen añorar.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en Ciencia Política en el CSIC.

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