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Columna
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El criterio

Veo por la televisión al niño iraquí entre batas blancas de enfermeros o médicos y reconozco en sus ojos los míos de hace veinte años. Sé que no llegará vivo a la edad que tengo. Está en la cama del hospital con el cuerpo ensangrentado y roto, pero la mirada muy limpia y terca, lo único respetado por las bombas de sus liberadores.

La televisión habla de su salud, pero me impide escucharlo Vanessa, que repica los tacones de aguja por el pasillo. Se cae de guapa, aunque no beneficia a su traje de color salmón la pegatina negra y roja de "no a la guerra". Por eso le digo que se la quite: "Trabajas para el Gobierno, pero todos saben que no apoyas su política", le razono; "tú eres una intelectual independiente". Pero a ella le atormenta su responsabilidad colateral en la matanza de Irak, por lo que decide lucir la pegatina en la cena de esta noche con la Plataforma de Actores y pronunciar un discurso comprometido, con versos de Gabriel Celaya: "Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales", afirma, levantando el puño.

Y se alivia con lo que dice, pero a mí me inquieta: "No pensarás dimitir por esa tontería de la guerra", apunto, y apago la tele antes de que la figura del niño iraquí influya en su sensibilidad de artista. Vanessa adopta un aire de misterio, me deja con la incertidumbre y se retira al dormitorio a pintarse el ojo. "Que, lavándose las manos, se desentienden y evaden", vocea.

Desde esta zona de Mirasierra, que corresponde al ventanal del salón de casa, se ve despeñarse el sol por el hueco del Valle de los Caídos en medio de una serenidad magnífica. Uno de los actores con los que esta noche cena Vanessa me dijo que el atardecer en Irak es aún más hermoso que en Madrid. Me imagino este mismo espacio de carreteras y casas bajas oscurecido por el humo de los proyectiles y con los carros de combate bajando hacia El Pardo.

De mis fantasías me saca Vanessa, definitivamente arreglada y taconeando que da gusto. Con el llavero del coche saltándome en la mano, le reitero que la pegatina del "no a la guerra" no combina con el salmón del traje y los zapatos de cocodrilo. Pero Vanessa la reafirma sobre su pecho de mármol: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche", suspira heroica.

Sube al coche con la divinidad puesta, por lo que conduzco en silencio por la carretera de la Playa. Pero, al llegar al atasco de la plaza de Castilla, me exalto: "En mi oficina", señalo alzando la voz, "nadie dimite ni se recorta el sueldo por los daños colaterales del conflicto". Vanessa no contesta, continúa aprendiéndose de memoria su discurso: "Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse", repite como un papagayo.

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Atraviesa profesionalmente una situación incómoda, pero me gustaría verla menos frágil y peleando por su sueldo "como una Madre Coraje", que dicen los actores. "Tienes que levantar el ánimo", le indico a la altura de la embajada norteamericana. Y porque sé que la ayudo, le adelanto lo que he leído en los periódicos sobre la reconstrucción de Irak. Ha caído la noche sobre el escenario de la luminosa Cibeles cuando subimos por la calle de Alcalá. "Tómate unas vacaciones", propongo. "Nos vamos dos meses a reconstruir Basora y vuelves con otra cara".

Dos meses necesitará Vanessa para reponer fuerzas; mucho más tardará en recomponerse, con suerte, el niño mutilado de la tele. Imagino que su cuerpo está muy repartido: un brazo en Tejas, otro en Liverpool, una pierna en Madrid, otra en Australia. Reclamar esas partes a los diversos países lleva su tiempo, hay que tener criterio y sangre fría para coordinar los trasplantes de órganos en retransmisión simultánea. "Es trabajo de especialistas", sugiero, "lo que te conviene".

Vanessa se estimula con mis palabras y comenta con los ojos brillantes: "Lección de anatomía, de Rembrandt", como si se planteara la reconstrucción del niño iraquí del mismo modo que una de tantas exposiciones colectivas que ella organiza en Madrid con material procedente de los museos extranjeros: un cuadro de la Tate, otro del Ermitage... "Te espera una gran tarea", insisto, explotando su fibra, "participa".

Aparco ante el edificio de la Puerta del Sol, repleta de pacifistas. Vanessa se apea y les saluda a la manera de Hollywood: "La poesía es un arma cargada de futuro", declara, guiñándome el ojo. Al principio, los manifestantes se desconciertan con la pegatina de Vanessa. Luego, reanudan la protesta. Seguramente rechazan la mezcla de colores, pero debieran comprender en qué mundo viven.

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