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Reportaje:LA GUERRA DE LOS 20 DÍAS

Mucho más que una guerra

Enric González

Victoria Clarke, conocida como Torie, de 43 años y 180 centímetros de estatura, una mujer de carácter férreo siempre envuelta en colores chillones, decidió el año pasado que la guerra de Irak debía ser narrada con todo detalle. Hacían falta periodistas en el frente, cientos de periodistas de todas las procedencias e ideologías, un ejército de periodistas que transmitiera al mundo miles de imágenes e historias cada día. "Es una historia que merece ser contada", dijo. Clarke, portavoz y encargada de las relaciones públicas en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, introdujo, quizá sin adivinar todo el alcance de su propuesta, un elemento muy importante en una guerra que había de cambiar el mundo. La guerra de Irak debía ser mucho más que una guerra. Debía ser un ensayo, un mensaje y una revolución militar comprimidos en un fogonazo de fuerza. Llegado el momento, el fogonazo ha tardado sólo 20 intensos días en caer sobre Bagdad.

Apareció la propuesta de Clarke. Cada unidad regular llevaría consigo su equipo de cronistas. La prensa iba a tener la oportunidad de contar la guerra al minuto
Rumsfeld y su subsecretario Wolfowitz habían dispuesto de cuatro años para madurar la estrategia política de la operación: la tesis de los 'círculos concéntricos'
Alí Smain, el niño iraquí sin brazos y sin familia, nunca quitó el sueño a los estadounidenses. Su historia fue ignorada por los grandes medios de comunicación
Para ser policía del mundo, Estados Unidos debía transformar su ejército. Y eso era mucho más difícil que amedrentar a la llamada "comunidad internacional"
La guerra de Afganistán fue para Rumsfeld un "experimento" limitado. Cuando encargó a Franks un plan para invadir Irak, volvió a toparse con la 'doctrina Powell'
Para enterrar Vietnam no bastaba arrasar en una guerra como la de 1991 o derribar un régimen tan mísero como el de los afganos talibanes
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Éstos han sido los 20 días fundacionales del "nuevo siglo americano". Y a nadie puede habérsele escapado el núcleo de la historia contada por la prensa. Bajo el horror, el caos, las víctimas y las miserias, al margen del odio o la simpatía que pueda sentir cada uno hacia la política exterior estadounidense, un elemento esencial debería quedar grabado en el subconsciente de la humanidad: el ejército de Estados Unidos no tiene rival concebible. Washington puede dictar su ley donde quiera y cuando quiera.

En septiembre de 2002, cuando Victoria Clarke presentó la propuesta del empotramiento a su jefe, Donald Rumsfeld, la invasión de Irak era vista en Europa y las capitales árabes como una amenaza, una posibilidad, una calamidad aún conjurable por vías diplomáticas. En la Casa Blanca y en el Pentágono, sin embargo, el plan estaba ya trazado. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y su subsecretario e ideólogo, Paul Wolfowitz, habían dispuesto de cuatro años para madurar la estrategia política de la operación: la tesis de los círculos concéntricos, también conocida como teoría del dominó, se había diseñado en 1998, cuando un grupo de halcones republicanos, entonces alejados del poder y organizados en torno a la plataforma Proyecto para un nuevo siglo americano, concibieron la idea de utilizar Irak como plataforma para transformar todo Oriente Próximo.

La estrategia militar planteaba más dificultades. El general Tommy Franks, que ya había ejercido el mando en la guerra de Afganistán, se empeñaba en mantenerse fiel a la llamada doctrina Powell, elaborada para la guerra de 1991 y dirigida a evitar un nuevo Vietnam: Estados Unidos debía desplegar ante cualquier enemigo una fuerza abrumadoramente superior en efectivos y material. Rumsfeld quería acabar con la doctrina de su colega y rival Colin Powell, secretario de Estado. Eso era esencial para que funcionaran los círculos concéntricos. Estaba en juego, para él y para todos los halcones que ejercían la tutela ideológica sobre el presidente George W. Bush, la hegemonía universal de Estados Unidos durante todo el siglo XXI. El Gobierno de Washington debía ser capaz de enviar a cualquier lugar y en un tiempo mínimo una fuerza militar imponente, no por su tamaño, sino por su poder destructivo, su superioridad tecnológica y su agresividad. Periclitada la disuasión nuclear, el nuevo juego se basaba en la intimidación, la amenaza y el ataque preventivo.

Entonces apareció la propuesta de Clarke. Y a Rumsfeld, un hombre poco amigo de la prensa, que había intentado librar la guerra de Afganistán de forma semisecreta y creía que las mejores batallas eran las invisibles, le pareció una buena idea. Cada unidad regular llevaría consigo su equipo de cronistas. Los reporteros empezaron a recibir entrenamiento cuando el Consejo de Seguridad de la ONU discutía aún sobre la resolución 1441. La prensa iba a tener la oportunidad de contar la guerra al minuto. Rumsfeld, ex luchador de grecorromana, ex piloto militar, empresario y político de éxito, habituado a pensar a lo grande, pensó que ese flujo continuo de información fragmentaria pero más o menos veraz contrarrestaría la previsible propaganda iraquí. Y, sobre todo, haría saber en todas partes que el ejército de Estados Unidos no sólo disponía de medios tecnológicos casi mágicos: también había perdido el miedo a las bajas y al sufrimiento.

Para enterrar Vietnam no bastaba arrasar en una guerra como la de 1991 o derribar un régimen tan mísero como el de los afganos talibanes. Hacía falta enterrar también la doctrina militar emanada del fracaso en Vietnam, articulada por el general retirado Colin Powell y respetada por la gran mayoría de los generales en activo. Se acabaron los despliegues largos y masivos, el medio millón de soldados de 1991, los excesos de prudencia y el horror a la sangre exhibido en Somalia en 1993. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la opinión pública estadounidense pedía venganza, castigo, victoria sobre cualquier enemigo y a cualquier precio, sin importar las bajas propias o las ajenas. El ánimo de la sociedad, tan distinto a la benevolencia relajada y frívola que engendró la prosperidad de los noventa, era el idóneo para iniciar la construcción del nuevo siglo americano.

Juez y policía del mundo

Para que el siglo XXI fuera tan americano como el XX, Estados Unidos, y en concreto su presidente, debía erigirse en juez y policía del mundo. Asumir la función de juez resultaba relativamente sencillo: bastaba con desacreditar o marginar al Consejo de Seguridad de la ONU, que había experimentado un breve brillo tras la caída del imperio soviético, boicotear la Corte Penal Internacional y rechazar cualquier tratado que limitara la libertad de acción de la hiperpotencia. George W. Bush inició esa tarea en cuanto se instaló en la Casa Blanca. Su escaso respeto por la ONU quedó de manifiesto cuando compareció ante su asamblea general, en septiembre de 2002: en realidad planteó un ultimátum a la organización, exigiéndole que actuara o asumiera su "irrelevancia", y jugó con varias barajas: la del desarme de Irak, la del cambio de régimen en Irak, la de la transformación de Oriente Próximo...

Para ser policía del mundo, Estados Unidos debía transformar su ejército. Y eso era mucho más difícil que amedrentar a la llamada "comunidad internacional". Bush eligió a Donald Rumsfeld como secretario de Defensa porque tenía las ideas claras (el presidente sólo tenía instintos) y porque, como buen conocedor de la peculiar lógica interna del Pentágono (Rumsfeld ya había desempeñado el cargo durante la presidencia de Gerald Ford) y del complejo militar-industrial, sería capaz de imponer a los generales una revolución tras la que el ejército se elevaría literalmente en el aire. Bush quería recortar el gasto en infantería, divisiones acorazadas y artillería, y apostar por una fuerza ligera y fundamentalmente aérea, con una tremenda capacidad de fuego que compensara el menor número de soldados.

Rumsfeld fue inmediatamente detestado por la cúpula uniformada. Y apenas consiguió introducir cambios. De hecho, el presupuesto del Pentágono se disparó porque el secretario de Defensa tuvo que seguir financiando divisiones de tanques y escuadrillas de cazas que sólo servían para combatir a la URSS y programas armamentistas que consideraba obsoletos, mientras incrementaba el gasto en nuevo material aéreo como helicópteros, aviones teledirigidos y sistemas de satélites.

La guerra de Afganistán fue para Rumsfeld un "experimento" exitoso, pero limitado. Cuando encargó al general Tommy Franks un plan para invadir Irak, volvió a toparse con la doctrina Powell. El secretario de Defensa indicó al general que no debía utilizar más de 60.000 soldados. El general le respondió que la operación era inviable por debajo de los 200.000 efectivos. El enfrentamiento, en el que intervino personalmente Colin Powell en apoyo de Franks, fue resolviéndose paulatinamente a favor de los militares, que obtuvieron al fin unos 200.000 efectivos, como exigían desde el principio. Rumsfeld impuso una condición: el despliegue de fuerzas terrestres sería gradual, y sólo se ampliaría en caso de necesidad. En vísperas de la guerra, el no de Turquía a facilitar la apertura de un frente en el norte de Irak supuso, en cierta forma, una bendición para Rumsfeld: habría que marchar hacia Bagdad con lo mínimo.

Ése fue el contexto en el que, en medio de fuertes tormentas de arena que dificultaban el avance y con unidades iraquíes hostigando las líneas de aprovisionamiento en la retaguardia, los mandos militares en el desierto se dedicaron a lamentar las carencias en soldados y vehículos blindados. Estaban vengándose del secretario de Defensa, de su obsesión por abaratar y adelgazar la fuerza expedicionaria, de su fe ciega en el poder aéreo y de su desinterés por las esforzadas tropas de tierra. Esos días fueron críticos para Rumsfeld, más mordaz y malhumorado que nunca. La sobreabundancia de información hacía que un conflicto recién abierto pareciera eterno y, como ocurrió en Afganistán, unas horas sin éxitos bastaron para que afloraran en la prensa y las pantallas las comparaciones con Vietnam.

Quizá Rumsfeld llegó a dudar. ¿Y si el plan fracasaba? La victoria estaba fuera de duda, más pronto o más tarde, pero le serviría de poco si los reporteros que viajaban con las tropas no transmitían el mensaje deseado: éxito fulgurante con un número limitado de tropas y una abrumadora capacidad de fuego. El anuncio de que más de 100.000 soldados adicionales serían enviados a Irak se realizó, el 27 de marzo, de la forma más confusa y discreta posible, porque podía interpretarse como un reconocimiento implícito de que los generales tenían razón, y Rumsfeld se había equivocado. Ese día, abundante en informaciones sobre la feroz resistencia iraquí y las dificultades estadounidenses, fue el peor para los halcones civiles del Pentágono. Pero tras la pausa, que permitió reavituallar y dar descanso a las tropas de vanguardia, el avance volvió a ser rapidísimo. Cuando la Tercera División de Infantería apareció por las afueras de Bagdad, el 2 de abril, la polémica se extinguió por completo. Rumsfeld cantó victoria.

Ésa, la de los generales contra el mando civil, fue una pequeña guerra dentro de la guerra que contribuyó, quizá decisivamente, a inclinar la situación a favor de Donald Rumsfeld y del cambio en el Pentágono. La guerra de verdad, la que acabó con el régimen de Sadam Husein y, de paso, con la vida de miles de iraquíes, siempre contó con el respaldo mayoritario de los estadounidenses. El mensaje del Gobierno de Washington, basado en comparar a Sadam Husein con Adolf Hitler y en identificarle como un peligro gravísimo para la seguridad de todo el planeta, caló perfectamente en la ciudadanía, pese a su densa contradicción interna. Si Sadam era tan peligroso, ¿por qué no utilizaba armas químicas o biológicas?, ¿por qué sus tropas resultaban arrolladas en todos los frentes? Pocos se hicieron esas preguntas. Y muy pocos, sólo los aficionados a rebuscar en Internet o a sintonizar canales extranjeros con la antena parabólica, tuvieron constancia visual de que la guerra causaba sufrimientos terribles.

Alí Smain, el niño iraquí de 12 años sin brazos y sin familia, nunca quitó el sueño a los estadounidenses. Su historia fue ignorada por los grandes medios de comunicación, como la de la mayoría de las víctimas. La guerra, vista desde Omaha o Kansas City, era muchísimo más dulce y simple que la vista por europeos o árabes: era una guerra de héroes americanos contra escuadrones de la muerte, una guerra de abnegados médicos militares que atendían a la población civil, una guerra cuyo principal episodio fue el rescate de Jessica Lynch, una soldado hecha prisionera por las tropas iraquíes. No hizo falta imponer ninguna censura para que la prensa evitara las imágenes más crudas: se limitó a ofrecer al público lo que el público quería. Quizá un conflicto más largo habría implicado un cambio paulatino en la cobertura periodística. Quizá la ocupación militar de Irak, indudablemente compleja, prolongada y peligrosa, ofrezca a los estadounidenses una visión del conflicto más rica en matices.

Porque el gran plan hacia el siglo americano no ha hecho más que empezar. Más allá de la ocupación de Irak y del proyecto de implantar en Bagdad un Gobierno bien avenido con Washington, se abren muchas incógnitas. Colin Powell asegura que el caso de Irak era "especial" y que Estados Unidos no tiene intención alguna de invadir otros países de Oriente Próximo. Powell, sin embargo, ha quedado relegado a un papel muy secundario en la Administración republicana. La falta de cooperación por parte de Turquía se considera un fracaso personal del secretario de Estado, y lo precario de su posición es manifiesto desde hace tiempo: el diplomático más importante del mundo no viaja apenas, porque necesita permanecer en Washington para contener en lo posible a los halcones del Pentágono. El pujante Rumsfeld, en cambio, no ahorra amenazas hacia Irán y Siria.

Un soldado norteamericano reposa en uno de los palacios presidenciales, tras haber sido ocupado por las fuerzas invasoras
Un soldado norteamericano reposa en uno de los palacios presidenciales, tras haber sido ocupado por las fuerzas invasorasAP

El 'nido de halcones'

A PAUL WOLFOWITZ, el cerebro del Pentágono, no le gusta el término dominó. Prefiere que su plan geoestratégico se asimile a una onda expansiva a partir de un solo impacto, el descargado sobre Irak. Los demás Gobiernos de Oriente Próximo han comprobado ya de forma fehaciente, gracias en parte a los reporteros empotrados, el nivel de efectividad del ejército estadounidense. Las poblaciones de esos países serán sometidas, desde Irak, a un intenso bombardeo de propaganda. Wolfowitz, ex embajador en Indonesia y gran conocedor de Asia, cree que el mundo árabe puede experimentar una transformación similar a la registrada por Extremo Oriente en las dos últimas décadas. "Decían que los surcoreanos no servían para la democracia, lo mismo se decía de los indonesios, de los taiwaneses... Pero la democracia se impuso poco a poco", comenta. Wolfowitz también asegura que no hay otras invasiones "previstas", aunque algunos de sus colaboradores más directos, como Richard Perle, ex presidente del Consejo Asesor del Pentágono, hablan abiertamente de la necesidad "urgente" de acabar con el régimen iraní.

Todo eso está por ver. Pero el 19 de marzo, a las 22.14, hora de Washington, un minuto antes de anunciar a los estadounidenses el inicio de la invasión de Irak, George W. Bush tuvo un gesto inquietante. Agitó un puño y exclamó una frase que apenas requiere traducción: "I feel good". Bush se sintió feliz al ordenar un ataque militar masivo. El presidente prefirió retrasarse hasta una posición secundaria durante el conflicto, lanzando arengas casi cotidianas, pero cediendo el protagonismo a Rumsfeld y al Pentágono, que seguirán siendo la referencia en el proceso de reconstrucción iraquí. Y el mando civil del Pentágono, el famoso nido de halcones, ha quedado con la guerra más fascinado que nunca ante las posibilidades de la máquina militar estadounidense.

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