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LA COLUMNA
Columna
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Del imperio de la ley a la ley del más fuerte

EN POCO MÁS de diez años, todas las expectativas relacionadas con la creación de un nuevo orden internacional regido por el imperio de la ley, una vez liquidada la guerra fría y enterrado el equilibrio del terror propio del mundo bipolar, se han derrumbado. Se dio entonces no ya como políticamente factible, sino como obligada consecuencia del fin del comunismo y de la disolución de la Unión Soviética, el comienzo de una nueva era en la que las relaciones entre Estados estarían regidas por normas generales, bajo la supervisión de unas revitalizadas Naciones Unidas que contarían con el apoyo activo de la única superpotencia mundial, Estados Unidos. No se trataba, como se carcajean con fácil sarcasmo los cerebros de la nueva estrategia imperial americana, del ideal kantiano de una paz perpetua entre las naciones, ni de una federación de Estados soberanos o de un gobierno democrático universal. Era algo más modesto y, sin embargo, por una vez posible: que las relaciones internacionales no se regirían en adelante por la ley del más fuerte, sino por el imperio de la ley.

Una utopía más, se dirá; pero si así lo era, sostenida esta vez por la gran democracia triunfadora de las luchas del siglo XX, y alimentada por una vieja convicción, quizá sólo una ensoñación, sobre la que Joseph Schumpeter escribió páginas brillantes: que la civilización capitalista, por su naturaleza racionalista y antiheroica, anunciaba con su triunfo la desaparición de un mundo de valores que glorificaba la lucha y la victoria. Historiadores hubo, y no de segunda fila, que atribuyeron a los restos todavía poderosos del antiguo régimen, a sus aristocracias terretanientes, la segunda guerra de los Treinta Años que asoló Europa y el mundo entre 1914 y 1945. Una vez desaparecidos como élites dominantes los caballeros armados y los héroes dispuestos a sacrificar la vida en los varios altares que ocultan las políticas de poder y dominación, el mundo podría entrar en una nueva era en la que los preceptos y normas que rigen la vida e impregnan los valores de los Estados democráticos e industrializados se extenderían a las relaciones internacionales.

Ni aquella razonable expectativa ni esta teoría racional han podido resistir la decisión de ir a la guerra adoptada por la nueva élite que llegó al poder en las últimas elecciones celebradas en Estados Unidos. Nunca, desde que Hitler anunció sus planes para inaugurar el milenio del Reich alemán, había surgido en una gran potencia una teoría tan fuerte, tan acabada, de dominación universal, como la elaborada en Estados Unidos por un puñado de gente estrechamente relacionada con el mundo de la investigación, de la administración y de la empresa. En el corazón de esa teoría luce un axioma: las normas que las democracias se han dado para regir sus relaciones mutuas no valen para el mundo exterior, que sólo entiende el lenguaje de la fuerza. Hay en todo lo publicado desde hace cinco o seis años por los participantes en el Proyecto por un Nuevo Siglo Americano un sentido de la urgencia, una compulsión a mostrar quién manda realmente aquí, una excitación al rearme y al empleo de las armas, que no deja lugar a dudas: Estados Unidos ha decidido entrar por la misma senda que en su día recorrieron los señores feudales de la Edad Media, los Estados absolutos de la moderna y los totalitarismos del siglo XX: dominar territorios por medio de la guerra, la invasión y la ocupación militar, es decir, por el camino del imperio.

Todo esto abre una siniestra perspectiva para el siglo que comienza. La explícita renuncia a un orden internacional regido por la ley, o, más que eso, el sistemático socavamiento de las todavía frágiles, pero ciertas, posibilidades de construir ese nuevo orden una vez que ha triunfado lo que Schumpeter llamaba civilización capitalista, nos introducen en una total incertidumbre. La primera y más fuerte de las democracias industriales, libre por completo de reminiscencias del antiguo régimen y de ideales propios de las aristocracias terratenientes, ha recurrido unilateralmente a la guerra para imponer su dominio en la zona más conflictiva del mundo. Como en el mundo feudal, como en el absolutismo, la única ley que rige las relaciones internacionales es la ley del más fuerte: ilusos que fuimos por haber imaginado, siquiera un día, que el triunfo de una civilización democrática, capitalista, racionalista y antiheroica liquidaría para siempre las ideas que glorifican la guerra y la victoria.

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