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Ilegal contra ilegítimo

No resulta nada cómodo y, a día de hoy, lo más fácil sería ya escurrir el bulto, pero la guerra de Irak ha levantado tantos sentimientos y pasiones, ha teñido hasta tal punto toda nuestra vida pública, que quizá sea exigible retratarse, establecer con claridad la postura de cada cual. En todo caso, trataré de precisar la mía aun a riesgo de verme arrollado -igual que le sucedió a Rosa Montero en estas mismas páginas, la semana pasada- por el pensamiento abrumadoramente hegemónico.

Como los pacientes lectores tal vez recuerden, asistí a la gestación de este conflicto desde un rechazo más bien fatalista en cuanto a las posibilidades de evitarlo, formé disciplinadamente en la manifestación del 15 de febrero, sostuve -sostengo- que, no habiendo obtenido el aval del Consejo de Seguridad, la guerra era ilegal desde el punto de vista de la juridicidad internacional y, sobre todo, considero equivocado, grotesco y desestabilizador el protagonismo -gestual, porque a otra cosa no alcanza- que el Gobierno de Aznar ha querido tener en el desarrollo de la crisis.

Sin embargo, una vez iniciadas las hostilidades, creí que el mal menor -o el bien mayor, según se prefiera- consistía en que éstas terminasen cuanto antes con la victoria de las fuerzas anglonorteamericanas. Para ahorrar víctimas tanto civiles como militares, por supuesto, pero también por razones más abstractas. Desde el pasado 20 de marzo, hemos asistido al ataque -formalmente ilegal, según las normas de la ONU- de varios Estados democráticos (Estados Unidos, Reino Unido, Australia...) contra un régimen tiránico y criminal, ilegitimado por su sistemática violación de las convenciones internacionales (uso de armas químicas contra iraníes y kurdos, tortura y exterminio extrajudicial de la disidencia interna, discriminación contra la mayoría chiita...), por sus agresiones a países vecinos, por los 35 años de opresión sobre su propio pueblo. Entre la conducta ilegal de un bando y la naturaleza ilegítima del otro, y ya en plena batalla, me ha parecido preferible que venciera a la mayor brevedad el primero.

El ataque que Washington capitanea se ha saltado a la torera el orden jurídico internacional, sí, pero ¿es de veras eso lo que solivianta a sus más feroces críticos? Lo digo porque algunos de los que hoy y aquí se hacen fuertes en el carácter agresivo y delictuoso de la ofensiva aliada calificaron de modo semejante la guerra de 1991, bendecida no obstante por la ONU. Lo digo porque, mucho antes del 20 de marzo, el PSOE e Izquierda Unida ya dejaron claro que rechazarían cualquier acción militar, incluso si el Consejo de Seguridad la autorizase. Lo digo, en fin, porque también las guerras legales causan esa clase de víctimas civiles que ahora mismo nos horrorizan a todos; la de Corea, por ejemplo, fue ordenada por Naciones Unidas en cumplimiento de su Carta y en respuesta a la flagrante agresión comunista de 1950, pero dejó tras ella entre uno y dos millones de muertos no combatientes, que -eso sí- jamás fueron vistos en televisión.

El ex ministro francés Jack Lang aseveró recientemente que "ver rezar a Bush es obsceno", y la sentencia me parece impecable... aunque incompleta. En efecto, ¿no era por lo menos igual de obsceno ver cómo el descreído Sadam Husein y los demás capitostes de su régimen tan secular y tan laico invocaban a Dios y a la fe, predicaban la guerra santa, prometían el paraíso y promovían fatwas -en definitiva, manipulaban la religión- para tratar de salvar su amenazado pellejo? Pero no creo que se trate de escoger entre Bush y Sadam -¡menudo dilema!-, sino de situarse entre unos gobiernos democráticos, revocables en las urnas, sometidos al escrutinio de la prensa y de la opinión, y al otro lado un despotismo clánico y devastador que ha hecho descender al pueblo iraquí hasta los infiernos.

Sin ignorar episodios como el despido de Peter Arnet por parte de la NBC, en Estados Unidos abundan las gentes notorias (Noam Chomsky, Arthur Schlesinger, Gore Vidal y tantos otros) que han expresado ante esta guerra y la Administración que la hace un rechazo rotundo y una crítica despiadada. En Reino Unido, periodistas como Robert Fisk se han pasado la campaña publicando en The Independent crónicas desde Bagdad (aquí las reproduce La Vanguardia) sistemáticamente hostiles a la coalición aliada y condescendientes hacia la dictadura de los Husein. Y bien, ¿dónde han estado los Chomsky o los Fisk iraquíes? ¿Cómo iba a haberlos donde reinaba ese pequeño Goebbels, el ministro de Información Mohamed Said al Sahaf? Pequeño no por el tamaño de sus mentiras, sino porque las del nazi aguantaron seis años de guerra, mientras que las del baazista no han sido capaces de resistir más de tres semanas. Sí, es muy angustioso que la Casa Blanca esté tomada por unos fundamentalistas protestantes, o cristianos renacidos, o como se llamen, que son antiabortistas, y antifeministas, y antigay...; pero, ¿puede denunciarse eso yendo del brazo del Papa de Roma, que acaba de condenar por enésima vez el aborto, el preservativo, la eutanasia, la píldora, el divorcio, la pornografía, las uniones de hecho, la homosexualidad y no sé cuántos pecados más?

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El mundo, qué duda cabe, sería mucho mejor si no hubiese guerras, ni legales ni ilegales, ni en Oriente Medio ni en parte alguna, y es nuestro deber trabajar para que las generaciones futuras no conozcan semejante flagelo. Pero mientras las haya -y ojalá que ésta no hubiese tenido lugar, y que haya terminado ya- preferiré siempre que las ganen Estados democráticos y no autocracias sangrientas. ¿Me convierte eso en un cruzado belicista, en un vasallo del imperio, en un mercenario de Cheney y Rumsfeld? Espero que no, porque, si así fuese, ¿cómo cabría calificar entonces a quienes han abogado por el triunfo del benéfico Sadam Husein?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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