Estupor
Tal vez las formas sean menos adyacentes de lo que suponemos y formen parte del significado de manera sustancial. Que sean su manifestación y no una envoltura, más o menos convencional, que sirva para cualquier contenido. La reflexión se me impone a raíz de los acontecimientos de estos últimos días. ¿Quién podía aventurar que el Partido Popular, que no hace nada gozaba de horas tan dulces, iba a ser objeto de esta inquina desatada, cuyas formas más agresivas no podemos sino condenarlas? Sean cuales sean los errores de gobierno cometidos este último año, no resultan suficientes para explicar esta explosión popular que, en grados diversos, se ensaña contra el partido que nos gobierna. Tampoco la actitud, casi siempre moderada, del primer partido de la oposición parece hallarse en el origen de este desbordamiento, de esta repentina expresión de odio que emerge donde, hace nada, sólo semejaba haber complacencia o indiferencia.
La actuación agresiva del Gobierno español en la invasión de Irak puede resultar irritante, pero tampoco sé si explica esta ira popular, el todo vale que supera cualquier freno, incluso el que debiera respetar algunas instituciones que tampoco se están caracterizando por su mesura -el consejero Madrazo, por ejemplo-. La guerra, y ésta en especial, hace comprensible un movimiento de protesta multitudinario, que también se ha producido en otros países cuyos gobiernos han manifestado una posición más o menos similar al del nuestro -pienso en Inglaterra o en Italia-. Sin embargo, tengo la impresión de que adherido a ese "no a la guerra" hay un empeño oscuro, una especie de rabia hasta ahora dormida y que parece haber encontrado en la guerra el motivo para desatarse. El presidente Aznar, empeñado en cargar sobre la oposición la responsabilidad de todas sus desventuras, recurre al adagio de que quien siembra vientos recoge tempestades para explicar lo que ocurre, y tal vez ese adagio resulte más certero de lo que él piensa, aunque quizá debiera aplicárselo a sí mismo.
La actuación del presidente Aznar en esta desdichada guerra es la guinda que culmina una forma de hacer política más propia de un iluminado que de un líder democrático. Poseedor de certezas que no requerían más que de la disciplina de partido para hacerse realidad, nuestro presidente ha preferido señalar con el dedo y llenar de oprobio a quien se le oponía, antes que cargarse de razones y dar la más mínima explicación de decisiones y actitudes que podían incluso parecer disparatadas. Lejos de ganarse la voluntad de los ciudadanos, la ha despreciado olímpicamente, puesto que su verdad no la necesitaba: la verdad se impone por sí misma, y quien es poseedor de ella, no precisa de mayor esfuerzo que esperar su epifanía. Podría ser discutible que el señor Aznar nos alineara con el señor Bush, embarcándonos en una guerra con todas sus consecuencias, como lo han hecho Tony Blair y otros líderes más discretos. Pero eso le hubiera exigido una tarea de convicción política que sabía que estaba condenada al fracaso. En su lugar, ha preferido hacer de su capa un sayo y convertirse en adalid fervoroso de una guerra en la que, evidentemente, no iba a participar. Ignoramos cuáles hayan de ser las ventajas que espera de su actuación -esa epifanía que ha de dejarnos a todos boquiabiertos-, pero de momento ha arrastrado a los españoles a una guerra en la que se ven desempeñando el papel de manporreros de la barbarie: así de triste.
Ese estilo, esas formas, son una constante en la actitud política de nuestro presidente. El anatema, la descalificación y el desprecio han sido los instrumentos de convicción a los que ha recurrido ante los ciudadanos, los partidos de la oposición y las instituciones. Y esas formas quizá sean algo más que un envoltorio, más incluso que la manifestación de un talante y revelen una concepción de la política que roza los límites de la autocracia. Sus certezas han de acabar doblegando la realidad, pero, por fortuna, las tentaciones autocráticas acaban cavándose su tumba en un régimen político en el que no hallan cabida, aunque lo hacen no sin someter a un riesgo de desestabilización a las sociedades en las que resultan extemporáneas. Quizá sea ese el riesgo que estamos vislumbrando estos días. Le corresponde al Partido Popular, un partido necesario, reflexionar y enderezar su rumbo. Su falta de flexibilidad ya se hizo notar en su política vasca, donde sufrió su primer choque con la realidad, sin que eso le llevara a enmendarla. Quizá aquel 13 de mayo se inició un declive del que no quiso, y sigue sin quererlo, sacar sus consecuencias.
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