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¿Ataque preventivo contra Porto Alegre?

Josep Maria Vallès

La invasión de Irak ha sido calificada de ataque preventivo. Se trataría de anticiparse a la capacidad destructiva del régimen iraquí. Pero cuesta aceptar la realidad de esta amenaza para EE UU o sus aliados. Difícilmente podría serlo un país debilitado por la guerra del Golfo y asfixiado por un embargo económico más efectivo para los iraquíes de a pie que para sus despóticos dirigentes.

Podemos preguntarnos, sin embargo, si la invasión de Irak es una guerra preventiva en un sentido de mayor alcance. En cierto modo, puede interpretarse como una reacción del neoautoritarismo que encarnan George W. Bush y sus inspiradores y aliados al sentirse amenazados no por el régimen de Sadam Husein, sino por la emergencia de movimientos sociales alternativos de alcance global. Sería Porto Alegre -como emblema- y no el régimen de Bagdad el objetivo de este ataque preventivo. Para lo que representan Bush y compañía, la amenaza real reside en la aparición de una conciencia civil mundial que se expresa en lo que politólogos y sociólogos definen como movimiento social: una constelación de grupos, plataformas, colectivos, publicaciones y campañas esporádicas, que intenta construir a trancas y barrancas una alternativa al orden mundial diseñado desde Davos y Washington.

Lo que fue descalificado como una algarada callejera capitaneada por elementos marginales -Seattle, Génova, Praga- se ha convertido de modo acelerado en una red transnacional que ha sabido "pensar globalmente y actuar localmente". Y lo hace de manera más eficiente gracias a los cambios tecnológicos que han revolucionado los medios de comunicación. Trabajar en la red ha permitido actuaciones coordinadas en todo el planeta. Lo ha permitido a unos costes económicos y organizativos reducidos y lo ha hecho accesible a multitud de actores que hace pocos años hubieran vivido su protesta o hubieran intuido su respuesta en un aislamiento estéril y frustrante.

Este movimiento social global es una amenaza más o menos inmediata para la hegemonía económica, social y cultural del neoim-perialismo. Este movimiento ha denunciado con eficacia los funestos resultados económicos y sociales de las políticas basadas en el "consenso de Washington". Ha acompañado los pequeños y no tan pequeños avances que significan -en órdenes diversos- el protocolo de Kioto o el Tribunal Penal Internacional. Ha abierto brechas en el propio establishment mundial y ha conseguido el apoyo o la comprensión de figuras de signo muy diverso: desde Mayor Zaragoza o el papa Wojtyla hasta Sachs, Galbraith, Stiglitz o incluso Wolfensohn. Los sectores más reaccionarios de EE UU y de sus secuaces menores temen que esta nueva conciencia civil cambie las reglas de juego que hasta hoy les daban seguridad.

Ciertamente, la reacción militar pretende escarmentar a los que amenazan dicha seguridad con las armas del terrorismo. Pero no se trata sólo de dar una lección a potenciales terroristas. Hay algo de escarmiento ejemplar para los que no acepten la hegemonía estratégica del imperio o desafían el aparato ideológico que lo justifica.

De ahí la exasperación de algunas reacciones. Las consecuencias de esta política no afectan sólo al mitológico "eje del mal". Impactan también sobre sus propios ciudadanos: limitando sus derechos civiles y políticos, imponiendo abierta o encubiertamente la censura de sus manifestaciones públicas, limitando las garantías judiciales que han de protegerles contra los abusos del poder. En definitiva, imponiendo algo parecido a un estado de excepción, como el que se contiene en la denominada Patriot Act aprobada por el Congreso de Estados Unidos y que los dirigentes conservadores de algunos países europeos -y no hay que mirar demasiado lejos de nosotros- contemplan con cierta envidia.

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No es casualidad que este ata-que preventivo comporte también el intento de frenar los pequeños y no tan pequeños avances hacia la constitución de un orden legalmundial que construiría a pequeños pasos lo que David Held ha denominado una democracia cosmopolita. Es coherente con los intentos para entorpecer el progreso de la Unión Europea, cuyo éxito en la introducción del euro ha desmentido los interesados pronósticos catastrofistas de los expertos norteamericanos. Cuadra con el rechazo que la Administración de Bush opone a los compromisos mundiales sobre protección del medio ambiente, persecución de delitos contra la humanidad, control de pruebas y armamentos nucleares o incluso sobre algunos aspectos de la regulación del comercio internacional. Todo ello contribuye a sabotear la gestación del embrión de un orden legal transnacional que debería suplir la inoperancia del actual orden legal estatal. Una inoperancia que tanto favorece a los grandes poderes económicos y mediáticos y que tanto debilita a los sectores sociales más vulnerables.

Ha de continuar la resistencia ciudadana mundial a esta reacción violenta del neoimperialismo. Por lo que es hoy y por lo que puede ser en el futuro. Esta resistencia será tanto más efectiva cuanto mejor combine la acción civil propia de los movimientos sociales con la acción política de las instituciones: locales, nacionales, europeas, mundiales. Abrir la rutina institucional a la iniciativa cívica, empeñarse en la construcción de la Europa de los ciudadanos, apostar por una reforma -no por la marginación- de Naciones Unidas y de sus organizaciones: éste es el reto de hoy. A sabiendas de que las instituciones -partidos incluidos- son menos dinámicas que las movilizaciones ciudadanas. Pero conscientes también de que las movilizaciones sociales que renuncian a la acción institucional no podrán construir por sí solas las nuevas reglas del juego que reclaman con toda justicia.

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política y miembro de Ciutadans pel Canvi.

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