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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Haz la Moreau y no la guerra

El pasado 20 de marzo, a las 12.00 en punto del mediodía, el equipo del rodaje de Les parents terribles secundó el paro contra el inicio de las matanzas quirúrgicas en Irak y se asomó al balcón de la casa Burès para exteriorizar su sonora protesta. En la historia particular de algunos de los vecinos del Eixample ese día ha quedado como el día en que vieron a Jeanne Moreau como una vecina más, asomada a un balcón modernista.

Desde la distancia que nos separaba no pude comprobar si la actriz llevaba anillos en cada dedo y montones de pulseras en torno a las muñecas, pero les aseguro que fue uno de esos momentos en los que el torbellino de la vida nos hizo vibrar con sus poderosos efectos. Fue un momento minúsculo, algo más parecido a una breve fantasmagoría, pero durante ese breve lapso el mundo pareció un lugar aún luminoso y habitable, un mundo en el que el fragor de la realidad puede resquebrajarse por sorpresa y dejar escapar una melodía de Georges Delerue.

Jeanne Moreau como una vecina más del Eixample, asomada a un balcón para protestar contra la guerra. Un momento inolvidable

En mi cabeza se acuñó un eslogan inmediato, una consigna urgente y particular: "Haz la Moreau y no la guerra". Desde esa misma noche comencé a mirar películas de Jeanne Moreau, a escuchar sus canciones. Para combatir esa sensación de asco cósmico y mesopotámico. Es decir: he distraído las noches de insomnio y desazón frecuentando un mito que el azar de las coproducciones internacionales (las buenas) ha convertido en nuestra vecina.

No se trata de conciliar el sueño a toda costa, sino de escoger los motivos por los que no podemos dormir. Mejor creer que es Jeanne Moreau quien nos quita el sueño y no el trío Calaveras. Así pues, por las noches hago la Moreau y no la guerra. El salón de mi pulguera, cuando concluyen el batir de las cacerolas y los informativos tumefactos, se transforma en una cinémathèque noctámbula y obsesiva. Con qué amor repasan los cabezales de mi magnetoscopio, una y otra vez, las joyas blanquinegras de Louis Malle: Ascenseur pour l'échafaud, Les amants, Le feu follet ,Viva Maria; y, por descontado, las joyas de la corona de Truffaut: Jules et Jim, La mariée était en noir. Y La notte de Antonioni (el filme que decidió la vocación literaria de un Enrique Vila-Matas adolescente); y la Eva de Joseph Losey; y La baie des anges de Jacques Demy; y el Journal d'une femme de chambre de Buñuel... Y qué bien resuenan, en la alta noche insomne, la voz de Jeanne Moreau cantando las delicadas canciones de Delerue, y la trompeta de Miles Davies en la banda sonora de Ascenseur pour l'échafaud.

Otra ventaja de las horas de valeriana y colirio: uno se fija en minucias, se pone a leer papeles dispersos, y aprende cosas diminutas y aparentemente insustanciales, pero de una gran belleza poética inútil: ¿Se han fijado alguna vez en que en Les cuatre-cents coups de Truffaut aparece fugazmente Jeanne Moreau, paseando un perro por una calle de París? ¿Sabían que la rara sonoridad de la trompeta de Miles Davies en el corte Dîner au motel se debe a una tirilla de piel del labio del músico, que se introdujo en la boquilla del instrumento en el momento de la toma? Le debo esta última información a una nota de Boris Vian, que también explica que en la sesión de grabación de ese disco, celebrada la noche del 5 de diciembre de 1957 en el estudio Poste Parisien, Jeanne Moreau, "la principal intérprete del filme, acogía de manera encantadora en un bar improvisado a músicos y técnicos". Así fue exactamente, de una manera encantadora, como Jeanne Moreau nos recibió la mañana del pasado sábado en la casa Burès, a punto entrar en el set de rodaje, vestida ya de personaje de Jean Cocteau. ¿Conocen el perfil de la casa Burès, al pie del Eixample, con su cónica torre de Exin Castillos? El sábado tuvimos la impresión de entrar en una casa encantada y de ser recibidos por la mismísima reina de las hadas. Fueron apenas unos minutos, los suficientes para darle la bienvenida al barrio, entregarle un ramo de francesillas y de rosas y contemplar de cerca sus ojos fascinantes, su curiosa sonrisa que siempre nos gustó tanto, su voz tan fatal y su hermoso rostro pálido. Como dice la canción, nos conmovieron más que nunca.

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Unos minutos que fueron suficientes para comprobar que Jeanne Moreau, en persona, desprende la misma luz de ámbar que en sus películas, y que al inclinarnos para recibir sus besos nos invadió el mismo vértigo que al asomarnos a un precipicio. Ella nos agradeció la visita y las flores y yo le confesé una tontería: que hace ya unos años, una vieja casete de Marie con los diálogos de Jules et Jim me había sido muy útil para perfeccionar mi francés, y que esos diálogos ("Le vitriole pour les yeux des hommes menteurs", "Je ne suis peut-être pas très moral mais je n'ai pas le goût du clandestin") los recordaba hoy como poemas. Jeanne Moreau pareció súbitamente alarmada: me miró fijamente y expresó su esperanza de que además de conocer la película su admirador y vecino temporal hubiese leído también la novela de Henri-Pierre Roché. El detalle más fascinante de nuestro encuentro lo puso su inteligencia.

Y luego cada uno se fue por su lado, en el torbellino de la vida.

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