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Columna
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Orquesta

Estamos en año de celebraciones. En la ciudad de Valencia, en la Comunidad Valenciana, en este mes de abril la Orquesta de Valencia cumple 60 años. En algún sitio he leído que la fundó el director Juan Lamote de Grignon. No creo que esta apreciación sea respetuosa con la verdad. Lamote de Grignon fue su primer director, pero detrás de él o mejor, por delante de él, estuvo el Ayuntamiento de Valencia que presidía el Barón de Cárcer y un concejal ponente, Martín Domínguez Barberá, que lo dejó bien claro en su discurso al iniciarse el primer ensayo el 8 de abril de 1943: "La idea de traer al maestro Lamote de Grignon fue en principio mía".

Hacía cuatro años que había finalizado la guerra y el ambiente en nuestra ciudad era, cómo no, de conspiración e intransigencia. A unos les pareció un exceso traer a un catalán para este menester y a otros muchos les escandalizaron los sueldos y la procedencia de los maestros. La operación en su complejidad y envergadura iba más allá de organizar un conjunto de instrumentos que, bien dirigidos, salieran airosos. Pero entonces y ahora, hay quien no sabe o no quiere ver.

La orquesta en 1943 fue muy importante y el Palau de la Música en la década de los 80 también, sobre todo porque eran carencias que se percibían a gritos. En aquel discurso Martín Domínguez decía que se había buscado al orientador y guía de todo un clima musical de altura. Y al mismo tiempo afirmaba que un gran músico es algo más que una buena batuta; es un gran señor de la música.

Recordaba Martín en sus palabras que Listz, Weber o Beethoven, Wagner, Chopin y Schuman fueron lo que fueron porque se movieron y respiraron un ambiente musical de elevado rango intelectual y de auténtico señorío. Y proseguía más adelante, que todo lo que vale cuesta; que nunca hubo gran arte si no se le sostuvo dignamente y que en Valencia -ya entonces- abunda por lo visto el criterio de lo baratito. Que para unos la música es un economato; se compra como la salchicha, a tanto el concierto. Para otros, la música es un mundo completo, desde el aire hasta las raíces.

Y pretendía, quizás sin mucho éxito, que había que asegurar (como ahora) el estudio perseverante de la gente que vale, promover un ambiente musical ambicioso, animar a los compositores, formar poco a poco grandes sectores del público, aspirar (en 1943) a una gran sala de conciertos, que después ha sido realidad. Seguir en constante sistema de ensayos, fomentar la disciplina, la buena técnica y el buen gusto o elevar el nivel de los profesores. Y eso, apostillaba, no se consigue tan fácil ni tan barato.

Lo cierto es que aquellos buenos propósitos de 1943 poco después se entorpecieron y se interrumpieron. Afortunadamente la semilla estaba sembrada. Tampoco podemos bajar la guardia porque nuestros logros actuales siguen siendo frágiles. Una gran ciudad europea que pretenda pisar fuerte en el siglo XXI, no puede resignarse a tener un papel anodino en el mundo de la cultura. Hay dos formas de gobernar. Una siguiendo el curso de la corriente y otra a contrapelo, aceptando el riesgo de las decisiones que marcan una época y permiten a los pueblos encontrar su camino. La creación de la Orquesta de Valencia en 1943 pertenece a esta segunda categoría y los valencianos tenemos una deuda de gratitud con quienes la hicieron posible.

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