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COPAS Y BASTOS
Columna
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Días flamencos

Coincidencias: que se estrene un programa de televisión sobre el flamenco en Cataluña y el día antes, en el cine Renoir, el documental Polígono sur, sobre la realidad gitano-flamenca del barrio de Las Tres Mil Viviendas de Sevilla. El programa se titula Flamenc-o (Canal 33, los sábados, a las 21.40) y produce en el aficionado una reparadora sensación de alivio y una pregunta inocente: ¿por qué han tardado tanto en hacerlo? Puede que porque el flamenco se esté convirtiendo en la música propia de Cataluña. Los ancestrales problemas de autoodio y el papanatismo oficial dificultan la popularización y actualización de otras formas autóctonas de música. Quizá por eso, el flamenco aprovecha su oportunidad y arrasa por su innegable encanto, su autenticidad (que no excluye otras, como las que se cuecen en el activísimo Tradicionàrius) y su grandeza para congeniar con casi todos los géneros (jazz, hip-hop, tango, tumbao). Pero también porque, a lo tonto a lo tonto, ha recuperado su condición de perla para amantes de aumentar su cosmopolitismo descubriendo fenómenos locales, creando así un circuito comercial rentable, desembocadura de fusiones, del que, con visión de futuro, Barcelona no quiere permanecer al margen. Puestos a hacernos preguntas: ¿por qué las televisiones públicas siguen ninguneando formas de música como la cançó? Puede que la respuesta esté en el viento que hoy barrerá el Palau Sant Jordi, rendido a ese eufórico electoralismo que, alrededor de la dinámica figura de Artur Mas, aspira a una mezcla de legítima utopía, chiste macabro y chapuza estruendosa: que los mismos que han sido incapaces de dar sentido al Estatut nunca aplicado exijan ahora un juguete nuevo con el que aplacar su furor soberanista.

Pero no nos pongamos serios y, para olvidar, comamos y bebamos en, por ejemplo, el Tirititran (calle de Buenos Aires, 28), que, pese a su disuasoria definición de colmao flamenco music food and drinks, merece una visita. Híbrido de bar, restaurante y tablao, el local apuesta por una estética moderna al servicio de la causa flamenca. Mesas y paredes con fotos de cantaores y guitarristas y, para comunicar la planta baja con el estrecho tablao subterráneo en el que se celebran miniconciertos, una escalera con un nombre muy apropiado para las estrecheces: calle del Beso. El local es el ideal para deslumbrar a una estudiante japonesa y camelarla por bulerías. Pero también para practicar la estética de manzanilla y rebozado con cierta sofisticación mundializada, leyendo, pongamos, la revista gratuita Alma 100, con textos traducidos al inglés y al japonés (no al catalán) y en la que, entre otras muchas cosas, se anuncian discos de Porrinas de Badajoz y de Pericón de Cádiz. Las paredes del local también se ilustran con fotografías del dueño, Toni García, junto a Santiago Segura, Boris Izaguirre, Javier Sardà, que son, salvando las distancias, los nuevos Mario Cabré y Ava Gardner. De fondo, bordones y palmas y, por alegrías, una voz enlatada que homenajea al local con ese tirititran-tran-tran capaz de resucitar a los muertos.

Con el estómago lleno (las croquetas de mamá Carmela son una verdad indiscutible de esta primera e incompleta visita), me acerco al Renoir-Floridablanca a ver Polígono sur. Su directora es Dominique Abel, una ex modelo francesa apasionada por la danza y el flamenco. En 1997 estuvo en Barcelona presentando Camaleona, su libro de confesiones del mundo de las top-models. Ahora ha dirigido un documental algo caótico sobre la vida de los gitanos en un barrio marginal de Sevilla. Incluye escenas reveladoras de por qué los valores trianeros se han esfumado y de lo difícil que resulta sobrevivir en este urbanismo donde por no pagar la luz se encienden hogueras y donde el recurso de la venta ambulante ha sido sustituido por formas desesperadas de supervivencia. En un marco así, el arte subsiste como último cartucho. Y la imagen de un burro asomado a la ventana de un tercer piso resume perfectamente el absurdo de una sociedad que no se adapta a ser domesticada por un modelo de integración que, a veces, se limita a ser sucedáneo de reserva. Por cierto: en el cine estoy solo, y eso justifica que, a la salida, ahogue mi solitaria condición de espectador en manzanilla La Guita junto a un flamencófilo joven y entusiasta que me cuenta el concierto de Tomatito en el Palau de la Música. Primera parte: junto a Carles Trepat (guitarra) y Bernardo Parrilla (violín), haciendo una peculiar lectura del mundo de Astor Piazzolla. Segunda parte: junto a El Potito (cante), El Churri (mandola), El Bandolero (cajón) y Joselito Fernández (baile), hipnotizando a un público que se rompió las manos aplaudiendo, sintiendo todo ese torrente de música como algo propio. En resumen: flamenco, flamenco y más flamenco. Que no decaiga.

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