Un cómic de la revolución
En la ardua travesía de esta novela colabora decisivamente la incredulidad que no para de suscitar. De página a página, el lector va diciéndose que no es posible, que sin duda hay algo que se le escapa: registros paródicos, claves ocultas que se revelarán de pronto cuando se tensen los hilos de la delirante trama. A medio camino, abandonada ya cualquier esperanza de arreglo, lo que aún sostiene la lectura es una curiosidad casi morbosa: ¿hasta dónde será capaz de llegar la novela en su creciente disparate? Pero he aquí que la propia novela, de pronto, dimite de sí misma, y en su parte final se resuelve en un batiburillo de pastiches y documentos ficticios con los que, entre guiñotes más o menos cómplices a amiguetes y conocidos, se da carpetazo al asunto que al parecer vertebra el libro entero, a saber: el fracaso y liquidación de las utopías radicales, animadas durante los sesenta y setenta por la sofisticada palabrería de los intelectuales más o menos afines al estructuralismo, que impulsaron el delirio revolucionario que pareció estallar en Mayo del 68.
EL FIN DE LA LOCURA
Jorge Volpi
Seix Barral. Barcelona, 2003
478 páginas. 21 euros
(Aquí un respiro).
Aníbal Quevedo, el ubicuo protagonista de El fin de la locura, es un psicoanalista mexicano, discípulo de Erich Fromm, que por arte de birlibirloque amanece un buen día en París hecho un guiñapo, con un borroso recuerdo de su pasado pero provisto, mira qué bien, de una desahogada fortuna personal. Corre la primavera de 1968. Quevedo sale a la calle y se topa de narices con el Mayo francés. Lo que ve no parece interesarle gran cosa, pero entonces se cruza en su camino Claire Vermont, una bella y aguerrida muchacha de la que Quevedo se enamora y que lo introduce en los más activos corpúsculos de la agitación estudiantil. Claire es al mismo tiempo paciente y amante de Jacques Lacan, el célebre psicoanalista, un mal tipo, como se dejará ver enseguida cuando Quevedo comience a tratarlo y, después de someterse él mismo a varias sesiones de psicoanálisis, termine psicoanalizándolo él a su vez. A petición de Lacan, Quevedo trata también a Louis Althusser y, burla burlando, se sumerge de lleno en las intrigas de los intelectuales franceses más destacados del momento, sin dejar por ello de participar activamente en los principales foros de subversión, hasta que el jolgorio se apacigua y él mismo se cansa.
Lo que viene a continuación
da apuro incluso resumirlo. Baste decir -saltándose casi todo- que, siempre tras las huellas de Claire, Quevedo viaja a Cuba primero (donde psicoanaliza nada menos que a Fidel Castro) y luego al Chile de Allende, regresa después a París y se convierte en amigo y estrecho colaborador de Foucault, pero al fallecer éste, en 1979, se resuelve por fin a volver a México, donde, convertido en un destacado intelectual, funda la revista Tal Cual e interviene muy activamente en la cultura y en la política de su país... Muy al final, el desvelamiento de su presunta connivencia con los círculos del poder (pues secretamente ha psicoanalizado -¡cómo no!- al presidente Salinas) termina aislando a Quevedo y precipitando su muerte, producida en extrañas circunstancias. Corre el año 1989, el de la caída del muro de Berlín, por si no lo recuerdan.
(Aquí otro respiro).
¿Qué suerte de extravío ha podido conducir a Volpi a un empeño de este tipo? La cosa viene, al parecer, de bastante lejos, de su "tesis de maestría", publicada en 1998 bajo el título La imaginación y el poder: una historia intelectual de 1968. Es evidente que Volpi ha aprovechado buena parte de aquel trabajo para pergeñar lo que, según sus propias palabras, pretende ser "una novela de aventuras filosófico-revolucionaria" (!) que conformaría, después de En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve, 1999), "el segundo volumen de una trilogía dedicada a retratar momentos clave del siglo XX". Si En busca de Klingsor se preocupaba por "la responsabilidad moral de los científicos", dice Volpi, El fin de la locura "se interroga acerca de la responsabilidad política de los intelectuales". "En el fondo", añade Volpi, "lo que une a ambas es la reflexión sobre las relaciones del individuo con el poder".
Hasta aquí, muy plausible todo. Pero todo se va al garete a partir del momento en que, con alegría y atrevimiento encomiables, Volpi opta esta vez por una estrategia narrativa para la que carece de las más mínimas aptitudes. El fin de la locura parece plantearse, con toda desinhibición, al modo de un cómic intelectual de filos satíricos. Pero ni la mudable e inconsistente perspectiva del narrador, ni el estilo chato y absurdamente realista en que opera, se compadecen para nada con esa traza primera, enseguida desvirtuada, además, por el ridículo sentimentalismo de los amores entre Claire y Quevedo, ya no digamos por la descabellada presunción de que lector ninguno pueda regocijarse con la insolvente y sañuda caricatura de materia tan remota, tan abtrusa, tan poco concerniente como es la peregrina y burda noción que Volpi tiene del lacanismo, o del althusserismo, o de sus sostenedores respectivos, por no hablar de la revolución y todos aquellos que la quisieron tanto.
Volpi sucumbe a todos los riesgos a los que imprudentemente se expone, demasiado confiado en su talento. El resultado es una novela que, aunque llena de intenciones críticas y humorísticas, no arranca una sola risa, y que lejos de mover a la reflexión, o a la polémica, o a la indignación, sólo produce pasmo y bostezo.
A propósito del llamado crack mexicano, del que Volpi sería el más caracterizado representante, unos y otros repitieron hasta la saciedad aquello de "voluntad totalizadora".
Ah, ¿pero era esto?
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