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Columna
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Una estrella fija

Era, desde hacía un par de meses, una muerte anunciada, no por ello menos dolorosa. A principios de febrero fui a verle a la Teknon en compañía de Juan Marsé. Ana María, su hermana, nos dijo que no había esperanza alguna, como poco después nos confirmaría el doctor que llevaba a nuestro amigo. Estaba en la cama, anestesiado de cintura para abajo, fumando un pitillo (se quitaba la mascarilla, daba una calada y se la volvía a colocar). No había perdido el sentido del humor. "Es la venganza de la tía Florencia", nos dijo. "La tía Florencia me decía que si no me portaba bien acabaría en el Asilo Durán. Y así ha sido" (la clínica Teknon se halla situada donde antiguamente se levantaba el Asilo Durán, un tristemente célebre correccional de menores). Según Ana María, su hermano ignoraba que le quedaban unos pocos días de vida, pero en un momento en que me quedé a solas con él, me agarró de la mano y con lágrimas en los ojos me dijo: "Joanet, no em vull morir". Le tranquilicé y le di un beso. No volví a verle.

Tuvo innumerables amigos, gentes famosas y también anónimas, como aquella "senyora Maria" a la que tanto mentaba, y cada una de estas personas tiene su propio Terenci, un Terenci entrañable y muy vivo, hoy más que nunca. Hay muchos, infinitos Terencis. Yo, que fui su amigo, amigo íntimo, durante cerca de 40 años, uno de los pocos que todavía le llamaba Ramon, tengo un rosario de ellos. El Terenci insinuándose a un guardia civil -tenía muy buen ojo- en la frontera (veníamos de ver cine en Ceret), un guardia civil guapetón con el que Terenci compartió, a falta de otra cosa, un puñado de revistas de chicos desnudos. El Terenci con el que pasé una noche, juntos, en una inmensa cama de matrimonio de una de las suites del hotel Lutétia, en París; una noche en la que no pegué ojo porque mi amigo se la pasó hablando por teléfono (que pagué yo, como la suite) con su reiet, que se había quedado en Barcelona. Terenci (entonces todavía se llamaba Ramon) corriendo por las habitaciones del piso de sus padres, en la calle de Ponent, perseguido por un lúbrico Ángel Zúñiga ("Quin senyor més temperamental", me decía la madre de Terenci). Terenci, cenando con él y con Pla en La Gavina de S'Agaró (una memorable cena que glosó Manuel Ibáñez Escofet en nuestro Tele/eXprés). Terenci, el día en que se lo presenté a Tarradellas, que le subvencionó el Hamlet que se estrenó en la plaza del Tinell (el presidente le pegó una bronca porque no le había mandado sus libros, debidamente dedicados, a Saint-Martin-le Beau). Terenci, escuchando sus gritos de rabia y sus amenazas de suicidarse el día en que se vió abandonado por su reiet. El Terenci del día en que murió mi madre (la adoraba) y el día en que murió la suya (me fascinaba). El Terenci con el que me peleaba por una tontería (estábamos semanas sin hablarnos) y el Terenci de la reconciliación, en su casa de Ventalló, en el Empordà, que fue durante años mi garçonnière (y no solo mía), en la que más de una tarde habíamos coincidido con Jaime Gil de Biedma y poníamos en el pick-up viejos discos, placas, de la canción francesa: "Vous, qui passez sans me voir...".

De todos esos Terencis, y muchos más que no caben en estas líneas, hoy quisiera recordar de manera especial el de aquel jovencito de 25 años (no los aparentaba) al que la noche de Santa Llúcia de 1967 fui a abrazar al hotel Ritz. Le habían concedido el premio Victor Català por su libro La torre dels vicis capitals i les moltes ciutats que s'esfondraren. Hacía cosa de siete meses que me lo había presentado José Luis Guarner (otro gran amigo mío, ya fallecido) y ya éramos uña y carne. El día anterior, tomando una copa en el Sandor, Terenci me dijo que se había presentado a cinco -¡cinco!- de los premios literarios que se concedían aquella noche. "Potser faig un disbarat", me dijo, "però és que els tinc com un toro". Y se echó a reír.

Valor, siempre lo tuvo. Y se los jugó en múltiples ocasiones. Contra la cultureta y contra los franquistas (del pelaje que fuesen y de donde fuesen). Se los jugó como maricón (así le llamaban) y como escritor libre, libérrimo, fiel a sus obsesiones y a sus caprichos. Disfrazado de hombre-anuncio, y de una extraña mezcla entre Carmen Miranda y el Guerrero del Antifaz, libró batallas con la censura, con todo tipo de censuras, y acabó abriendo puertas, muchas puertas. Aquí y en Cabra, en Santillana y en Carabanchel. De toda la gente de mi generación -nos llevábamos cuatro años-, Terenci es el más grande. Es, será, para siempre más a fixed star, una estrella fija, expresión que tanto le agradaba; una estrella fija situada (en el marco de nuestra Barcelona mítica) entre la calle de Ponent de su infancia, que él inmortalizó, y el número 4 de la calle de Muntaner, donde falleció, en el mismo edificio donde antaño se alzaba el cabaret Emporium, donde 50 años atrás un canijo y prácticamente desconocido Aznavour encendía un cigarrillo y cantaba aquello de "Après l'amour...". Una estrella fija que anoche iluminaba en el Raval el espinazo del gatazo de Botero, mientras allá arriba se tomaba un dry martini con Kitty Collins y compartía un pitillo, rubio, de Virginia, con Sal Mineo.

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