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Columna
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Secreto a tiros

Desbrozado el camino por la sentencia del Constitucional del 12 de marzo, que desestimó el recurso del Gobierno vasco contra la recientemente promulgada Ley Orgánica de Partidos Políticos (LOPP), la Sala Especial del Supremo declaró el pasado fin de semana la ilegalidad de Batasuna (con ese rótulo o bajo otros apodos encubridores); la medida lleva aparejadas la disolución de la organización, la cancelación de su inscripción en el registro de partidos políticos, el inmediato cese de sus actividades y la liquidación de su patrimonio. Los dieciséis magistrados -el fallo ha sido dictado por unanimidad- asumen que "la disolución de un partido político es una de las medidas más graves que pueden ser adoptadas en una democracia", pero añaden que "los altos estándares" exigidos por los tratados internacionales y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) para limitar ese derecho fundamental han sido aplicados plenamente a este supuesto.

La sentencia del Supremo no pasará seguramente a la historia de la jurisprudencia; destartalada, repetitiva y desordenada, la mala técnica legislativa de la LOPP (remedidada en parte por la sentencia interpretativa del Constitucional), las prisas dadas a los magistrados ante la cercanía de las elecciones municipales (a las que Batasuna se proponía concurrir) y el estreno de la aplicación de la norma con este caso explican tales deficiencias. El brutal atentado de ETA en Santa Pola el 4 de agosto aceleró la presentación el 2 de septiembre por el Gobierno -a instancias del Congreso- y por el fiscal general del Estado de las demandas contra Batasuna; dado el principio constitucional de irretroctividad de las disposiciones sancionadoras no favorables, sólo los hechos producidos después de la entrada en vigor de la LOPP -el 28 de junio pasado- podían servir como elemento de prueba.

En cualquier caso, la Sala estimó suficientes las declaraciones de algunos dirigentes de Batasuna (como Arnaldo Otegi, Jose Antonio Urrutikoetxea y Joseba Permach), las resoluciones de varios ayuntamientos controlados por Euskal Herritarrok (Lezo, Ondarroa, Hernani, Oiarzun) y la presencia de pancartas, símbolos y gritos favorables a ETA en sus reuniones para considerar probado que la actividad del partido demandado había vulnerado de forma reiterada y grave los principios democráticos y perseguido la destrucción del régimen de libertades en algunas de las variantes descritas en el artículo 9 de la LOPP. La atribución a Batasuna -como asociación- de las infracciones cometidas por sus miembros descansa sobre la doctrina del TEDH, según la cual las declaraciones sobre temas políticos sensibles de los representantes de una organización no son percibidas por la sociedad "como sus opiniones personales" sino "como actos que reflejan la posición de su partido". Mayores problemas jurídicos plantea el silencio institucional de Batasuna frente a los crímenes de ETA; la cuestión de "si la mera ausencia de condena puede ser o no entendida como apoyo implícito al terrorismo" fue tratada con prudencia por el Constitucional: en todo caso, la jurisprudencia de Estrasburgo proscribe las actitudes ambiguas respecto a la violencia y exige situar las expresiones formalmente inocuas dentro de su contexto.

Las invocaciones de Batasuna a la libertad ideológica, el pluralismo y la libertad de expresión sólo son retórica encubridora en busca de impunidad. Según el TEDH, el derecho de los partidos a promover cambios constitucionales tiene dos inexcusables contrapartidas: la renuncia a la violencia como medio para conseguirlos y el compromiso de respetar los principios democráticos y los derechos individuales. Las secciones de la sentencia dedicadas al origen, la trayectoria y el "contexto histórico y social" de Batasuna -hechos citados sólo a efectos ilustrativos- son poco rigurosas; si el Supremo atribuye a ETA de manera laxa "cerca de mil muertos", el reciente libro de José Luis Barbería y Patxo Unzueta (Cómo hemos llegado a esto, Taurus, 2003) ofrece en cambio la cifra precisa de 811 asesinados hasta finales de 2002. Aunque la imbricación de ETA y Batasuna sea un secreto a voces (o a tiros) para los vascos, esa evidencia social necesita ser probada jurídicamente ante los tribunales: la instrucción penal de Garzón marcha eficazmente en esa dirección.

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