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Columna
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La histeria

Rosa Montero

La guerra se complica día a día, lo cual me acongoja y desespera. Porque a estas alturas del horror (y del error), la salida factible menos mala es que los aliados ganen cuanto antes. Sin embargo, conozco a unos cuantos autodenominados pacifistas que se alegran del rumbo de la campaña, porque quieren que la situación sea lo más catastrófica posible y que Bush fracase en toda regla, aunque eso suponga no sé cuántos niños más reventados por las bombas y tal vez miles de soldados iraquíes, británicos y norteamericanos muriendo como conejos. Estos partidarios de la carnicería, en fin, forman parte de lo peor de la histeria antibelicista. Porque existe una obvia histeria belicosa, con duras represiones policiales a los manifestantes contrarios a la guerra (Amnistía Internacional acaba de denunciar diversas violaciones de derechos en catorce países). Pero también se da el exceso antibelicista, con violentos encapuchados, y tipos intolerantes que impiden todo diálogo (como esos grupos de jóvenes tontainas que persiguen a los peperos reventando sus actos), y energúmenos que golpean a los políticos.

Poca cosa podemos hacer los ciudadanos en estos tiempos de plomo: mostrar una y otra vez nuestra disconformidad, apoyar los valores democráticos y, sobre todo, intentar mantener la cabeza fría y rebajar la histeria. Recuperemos el valor de las palabras (porque así se recupera el pensamiento) y digamos algunas obviedades: ni España es una dictadura, como algún desparramado mental ha vociferado por ahí, ni aquí impera una censura que impide expresarse contra la guerra (más bien la presión social funciona al contrario y, fuera de la gente del Gobierno, casi nadie se atreve a hacer un comentario que no sea encendidamente pacifista: recordemos el caso de Eduardo Campoy cuando los Goya), ni Aznar es un fascista, aunque su actitud indigne y constituya un error trágico y nefasto que el PP, o eso espero, pagará en las urnas. El fascismo es otra cosa; el fascismo es pegar a un candidato, por ejemplo. Y si los partidos de la oposición siguen avivando el fuego de la histeria, como han hecho hasta ahora, se estarán equivocando quizá tan gravemente como Aznar. Porque jugar con las algaradas antisistema puede costar muy caro.

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