Serbia limpia sentinas
Es difícil exagerar la importancia de los acontecimientos desencadenados en Serbia por el asesinato del primer ministro reformista Zoran Djindjic el 12 de marzo. El Gobierno de Belgrado, al amparo del estado de excepción, se libra a una batalla espectacular e implacable con el propósito de deshacer la inextricable madeja mafiosa heredada de Slobodan Milosevic, mezcla de delincuentes profesionales, altos cargos policiales y judiciales, políticos ultranacionalistas y criminales de guerra. Una red tejida durante más de una década por el ahora huésped del Tribunal de La Haya y que nunca ha dejado de tener el control de uno de los Estados europeos más al margen de la ley.
El nuevo jefe del Gobierno, Zoran Zivkovic, asegura que no quedará piedra por remover en el empeño. La nómina de detenidos vinculados al crimen organizado, centenares, hubiera sido impensable hace poco tiempo. Entre ellos figuran desde el presunto autor material de los disparos contra Djindjic -subjefe de los boinas rojas, una disuelta unidad especial de la policía creada por Milosevic- hasta el vicefiscal general, el ex jefe de la seguridad del Estado, jueces de Belgrado, prominentes policías y agentes de los servicios de información. Se han agregado a la lista la esposa de Marko, todopoderoso hijo de Milosevic, fuera del país, y la viuda del notorio criminal étnico Arkan, en cuyo palacio-fortín de Belgrado había un arsenal. El presunto organizador del magnicidio, el ex jefe de las fuerzas especiales de la policía Milorad Lukovic, permanece huido. Dos de sus lugartenientes murieron el jueves en un tiroteo con la policía.
El último episodio de esta tempestad política ha sido el hallazgo, casi tres años después, de los restos de Iván Stambolic, antecesor de Milosevic en la presidencia de Yugoslavia, mentor político suyo y luego crítico frontal de sus proyectos ultranacionalistas. Stambolic fue secuestrado en agosto de 2000 y, según el Gobierno serbio, asesinado inmediatamente por sus captores, detenidos y pertenecientes también a los boinas rojas desbandados esta semana.
Se está dirimiendo si Serbia cristaliza en un sub-Estado delictivo o resurge de un pasado terrible hacia la homologación con Europa. El Gobierno reformista, que ejerce un precario poder en coalición, parece tener conciencia de lo decisivo de su pulso. Los signos son alentadores, pero el reto es titánico y exige una implicación decidida de las democracias. El crimen organizado se ha infiltrado durante años en las estructuras del Estado balcánico, y esa colusión es doblemente difícil de quebrar en un país de instituciones débiles, donde ejército y policía nunca han estado bajo control democrático.
Para acabar la tarea iniciada por Djindjic, Belgrado necesita estrechar su cooperación con el tribunal de la ONU que juzga a los criminales de guerra de la antigua Yugoslavia, puesto que ellos y sus secuaces son parte primordial de la trama mafiosa. Esa colaboración vital es parte de un combate más amplio para librarse definitivamente del yugo de quienes iniciaron y se beneficiaron de los enfrentamientos más atroces conocidos por Europa en medio siglo.
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