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Columna
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El huevo

Mientras los iraquíes mueren a cientos y el Parlamento andaluz, en un pleno extraordinario, respalda el "No a la guerra", el secretario regional del PP-A, Antonio Sanz, intenta distorsionar el debate parlamentario y trae un huevo. No es que un huevo estrellado en la cabeza de un senador del PP, como en la cabeza de cualquiera, no sea un acto condenable. No. Un huevo estrellado, fuera de la sartén, es un acto de violencia y, por tanto, condenable. Tan condenable como sacar a leches a un joven de un mitin de Aznar por decir "No a la guerra" y como algunas cargas policiales que de forma impecable han molido a palos a manifestantes pacíficos por lo mismo. Sin embargo, no era éste el objeto del debate. El debate era el de la guerra, no el del huevo. El huevo, sea de gallina o de Colón, sólo sirve para confundir. Algo que empieza a ser frecuente. Ejemplos no faltan. La televisión oficial llama a las fuerzas agresoras, porque carecen de mandato de la ONU, aliadas, como si fueran lo mismo las fuerzas que liberaron a Europa del fascismo que la pandilla de las Azores.

Sin embargo, tampoco hay por qué llamarse a engaño. Por desgracia existen comportamientos fascistas que pueden darse desde el poder, por muy democrática que sea la forma en que se haya alcanzado. Unos comportamientos que se dan cuando el poder se desentiende de las bases que permiten su ejercicio. Se ejerce porque se ostenta. No les preocupa el fundamento en el que descansa, ni a los ciudadanos que representa. Poco importa que el 91% de los ciudadanos españoles digan No a la guerra -encuesta del CIS-; poco importa que los civiles mueran a cientos. Lo que de verdad les importa es su huevo y las muestras de docilidad frente al líder. Que el líder conozca de su mansedumbre.

En estas circunstancias, con un partido que apuesta por una guerra ilegal y con unos dirigentes dóciles ante esta injusticia de muerte, hay que alegrarse porque muchos de sus militantes, se llamen Pimentel, sean concejales o ciudadanos de a pie, se den de baja. Con su baja están dignificando al grupo y a la ciudadanía que representan. Pueden ser los mismos que otro día, cuando ya no haya guerra, merecerá la pena escuchar en el Parlamento, en los ayuntamientos o en el café. No han dejado la política, ni sus principios. Sólo la docilidad.

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