El señor presidente
"¿Sabes lo que dicen del nuevo Gobierno español en Estados Unidos? Pues que somos un grupo de jóvenes nacionalistas. Y no les falta verdad. Creo que es necesaria la recuperación del sentimiento nacional, de las señas de identidad del español..." Ahora descubro en él, como las intuí también quizá en su discurso de investidura, las huellas de un Indalecio Prieto reclamando "la conquista interior de España para los españoles", la fervorosa ensoñación de Azaña por la "resurrección de la civilización española". Ese vigoroso sentimiento patrio, que a los de nuestra generación nos recuerda todavía un poco la retórica de los luceros y los fuegos de campamento, tiene su hondo arraigo en las mejores tradiciones del 98 que recogieron ilustres republicanos e izquierdistas de la preguerra. No estoy seguro, además, de darle la razón, pero estoy seguro de que no me miente cuando exalta el orgullo nacional como un valor positivo a desarrollar como programa político. Probablemente piensa que así le será fácil explicar su voluntad de soberanía e independencia en las decisiones de la política exterior, o en la definición de prioridades para la defensa nacional. A veces pienso, mientras me habla, que los políticos se parecen demasiado unos a otros cuando, por fin, se sientan en los mismos sillones. Otras, en cambio, considero que definitivamente ha habido una transformación constructiva en todo esto: no deja de tener su interés para un hombre de mi quinta ser introducido por un sobrio ceremonial militar a la presencia de un Felipe González presidente del Gobierno, de la mano de un teniente coronel de Estado Mayor. Le veo al presidente deambular en el despacho, que un día fue de Adolfo Suárez, como sin sitio, junto a la mesa vacía de papeles y repleta de confidencias de la transición. No protesta cuando le digo que, en mi opinión, su poder sigue instalado sobre el barril de pólvora de un golpe de Estado, y me susurra, en cambio, la anécdota de que un oficial le dijo al saludarle en la División Acorazada: "Es usted el primer presidente de Gobierno que conocemos aquí". Todos los presidentes deben tener la sensación de ser los primeros. "¿Te parece que he cambiado demasiado?", me pregunta. "¿Y han cambiado los demás en su trato hacia ti desde que eres presidente?". Días atrás, alguien me había dicho que esto era como Lampedusa al revés: "Que todo siga igual para que todo cambie". Pues todo es igual, desde luego. Desde la mesa isabelina de Narváez a la llamada del Rey, a media tarde, pasando por los puros de Fidel o el jugo de frutas naturales para merendar, "porque en este despacho te olvidas hasta de comer". La Moncloa sigue teniendo ese aire impersonal y horrísono que adquiriera ya en tiempos de Suárez, y ofrece la misma terrible sensación de soledad "que ya padezco, y eso que tengo la suerte de estar rodeado de amigos. De todas maneras el lunes me voy a trabajar a otro sitio". Esa especie de aroma
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