Fastos
Por el sumidero del tiempo se van colando las costumbres y usos que recibimos de los mayores y que no podemos trasmitir a los descendientes, acuciados y encaminados por otros rumbos. Algunos pierden lentamente fuerza hasta que un día han desaparecido y nadie sabe cómo ha sido. Dan los estertores la celebración matrimonial y los funerales, por ejemplo. Aparte de las nupcias multitudinarias, que tendrán amplio cobijo en la prensa semanal especializada, las bodas ya no son lo que fueron, porque apenas trascienden de la cuchipanda entre familiares y allegados. Tengo un curioso recuerdo al respecto: debió ser el año l950, el siguiente o el anterior, cuando Madrid sufrió un regular terremoto que hizo bambolearse las arañas de luz y tintinear los vasos, poco más, pero acontecimiento que se prodiga poco en la sólida meseta donde nos asentamos. Era yo, a la sazón, redactor del diario Madrid, donde había que hacer de todo, lo mejor posible y sin rechistar. El redactor jefe, al verme a primera hora, hizo el encargo: "Vaya usted al Observatorio y entérese de lo que ha pasado". No se daban más pistas, en este caso innecesarias. En el tranvía adecuado me trasladé hasta el final de la calle Alfonso XII, donde estaba -y supongo que sigue- la sede de tan importante servicio. Una mañana apacible y una grata tranquilidad en aquel lugar. Llamé al timbre y tuve que insistir, comenzando a preocuparme por el silencio y la sensación de soledad que producen los lugares vacíos. Al cabo de un tiempo, escuché un ruido detrás de la puerta y una voz incomodada preguntando qué quería. Eran las once horas de un día laborable y en la madrugada anterior se había producido un seísmo que, por modesto que fuera, concernía al departamento ante cuya puerta me hallaba. A través de la madera descubrí mi condición de reportero y el objeto de la visita. Sin descorrer los cerrojos, la malhumorada voz del conserje gritó: "¿Pero es que no saben que se casa hoy la señorita Pepita?". Quizás fuera otro el nombre, pero grande la fama de aquella desposada que en esos momentos reunía a compañeros, jefes y amigos y científicos para presenciar el feliz acontecimiento. Aquéllas eran bodas.
Dicen que, tras unos años de declive, vuelve el paso de los novios por las sacristías y se mantiene la industria de la confección de trajes de novia, así como el alquiler de chaqués. Enhorabuena. Parece entrar en crisis el último adiós, aunque en las parroquias haya una larga lista de espera en el capítulo de los funerales que, además, resultan carísimos, tanto que le desaniman a uno. Crece, empero, la publicidad mortuoria y proliferan las esquelas en la prensa diaria. Soy gran lector de estos anuncios enlutados, cuyas tarifas también son muy elevadas, y he advertido que cada vez es mayor el número de mujeres cuya desaparición se comunica en la prensa. Antes, la mención, a todos luces injusta, se reducía a "su desconsolada esposa", pero la comparecencia va a más y, en ocasiones, supera el número de difuntos del género masculino. Otra fortaleza sexista conquistada.
En estas fechas, y a lo largo de la primavera, otro recuerdo del Madrid de hace muchos años era el pulular por las calles de niños y niñas vestidos de primera comunión. Al nene se le compraba un traje de marinerito, que iba desde el austero uniforme de la tropa hasta el de almirante, tachonado de oros. El mío, entre los primeros, duró como terno de los domingos hasta que se me quedó pequeño. El de las niñas era mucho más suntuoso, anticipo de las galas nupciales con las que soñaba buena parte de la población femenina. En el antebrazo izquierdo yo lucí una escarapela adosada que proclamaba: "Día feliz", y el atuendo lo completaban unos guantes blancos, un devocionario con tapas de nácar, que luego sirvió para sucesivos hermanos, y una escarcela de seda para recibir el tributo de tíos, primos y demás parientes. Los niños íbamos de un lado para otro, conducidos por los papás, para efectuar esa primera recaudación entre el ámbito de los conocimientos. Un apreciado apéndice eran los recordatorios, con el nombre del neófito, antecedente infantil de la tarjeta de crédito. Indispensable la visita al fotógrafo, que solía sacarnos con cara de pánfilos. Se ha institucionalizado la norma de hacerlo en el ámbito de los colegios, como ceremonia colectiva, todo lo emocionante que se quiera, pero sin el prestigio que tuvo otrora. El viento se llevó aquellos fastos.
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