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Valencia, ciudad más ruidosa de España

Lo dice un estudio de la Complutense, patrocinado y publicado por la Caixa. A contaminación acústica no nos gana ninguna ciudad española y menos, europea. Para algunos, y por tonto que suene y sea, eso todavía es motivo de orgullo, pues denota vitalidad, jolgorio, bullicio, alegría. Londres, París, Berlín: muermos. Por algo esas aburridas gentes se vienen aquí apenas tienen un rato. He ahí una suerte de papanatismo a la inversa. De gentes así será el reino de los cielos.

Nos referimos primero a las Fallas, esa urdimbre canora tan propicia a la contemplación y a la reflexión. No sé qué pensará el pacífico San José, pero un servidor decide callarse lo pensado, si bien el pensamiento no peca, dicen los falaces. La gran semana fallera no es sino el periódico acceso agudo de una cosa crónica. Un ingrediente diario de la contaminación acústica que tanto orgullo levanta y tanta indignación postra. A cualquier día y hora del año a usted le despierta un traca lanzada porque es el cumpleaños de Pepita, porque el casal ha organizado una cena, porque se celebra una tradición o diablos. Ni lo sé ni me importa. Quien sabe de estas intromisiones en la intimidad y en el bienestar físico de las personas, es el Ayuntamiento, el cual podría poner coto al desmán a poco que se respetara a sí mismo. ¿Será que la industria del petardo es un poderoso resorte de la economía valenciana? Como uno no quiere creer que estamos en fase cutre de desarrollo, descarta y, compungido, piensa en las esencias. Usted protesta porque es un gruñón antipatriota, usted no comprende a su gente ni la historia secular de su gente. ¿Quién es usted para fruncir el ceño si le sienta como un tiro que a una niña le rebañen el clítoris en nombre del espíritu inmemorial de la tribu? Y si no entiende eso, ¿cómo va a comprender cuán maravilloso es que un mequetrefe le provoque un infarto a un viejo anginoso con un petardo no mucho menos sonoro que las bombas de la guerra civil? Si el viejo es un patriota, como es su puñetera obligación, se llevará las manos al pecho y sonriente, feliz, aspirando el humo de sus abuelos, entregará su alma a Dios, vía San José. El siglo XXI no pasará; entre otras razones porque muchos de los que pueden aprovechan esta semana para largarse a sembrar ardor fallero por esos mundos.

En la selva no hay más ruido que el estrictamente necesario, por razones obvias. Pero, ¿qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo?, según clama con orgullo hortera un cantautor de esta orilla del tal mar. Ni que sus olas nos insuflaran un modo singular y prestigioso de estar en el mundo, incluidos el derecho y el deber de hacerle la puñeta al vecino con nuestra proclividad al petardo y al grito propio y ajeno. Una proclividad que, por supuesto, no es idiosincrática ni garambainas. A los mediterráneos presocráticos les inspiró la mansedumbre del mar y el silencio; y ya con Sócrates, todo era silencio. Hay que pasar de la cultura del ruido a la contraria, dicen sociólogos y proponer que la labor empiece en la escuela. Todo lo paga la escuela, muchos papás se desentienden del nene, los Ayuntamientos de sus propias ordenanzas municipales, de las autonómicas y de las estatales. Claro está que muchos delitos mayores se gestan en la escuela (por omisión) y estallan con la marginación. Pero gamberradas como la traca extemporánea y petardos al buen tun-tun se curan con multas a porrillo, pues sólo son producto de los malos modales en complicidad con unos consistorios negligentes y quién sabe si algo más.

Uno quiere creer que doña Rita, nuestra probablemente no tan eterna alcaldesa, es más culta de alma de lo que parece; que por desgracia ha optado por la popularidad antes que por el respeto, por la espectacularidad más que por la eficacia. Lleva trazas de acabar como empezó, haciéndose un lío con la escala de valores. Barrio añejo que se hunde, avenida fantasmal que te pongo en otra parte. Así se llena la ciudad de gentes que no se ven y de hierros con ruedas que se ven y se notan demasiado. Televisión en casa y fuga hacia el trabajo o hacia ninguna parte en coche. Ciudad ganglionar, dispersa, impersonal y ruidosa, que no en vano el tráfico rodado es responsable del 80% del ruido y Valencia, como decíamos al principio, es con diferencia la urbe más ruidosa de España y, por lo tanto, de Europa. Gloriosa plusmarca.

Bienvenidos sean los cambios, pero no a saltos y a como salieren; en el cambio armónico es visible la continuidad. En la cuestión acústica, las grandes ciudades europeas incluyen en el cambio una nostalgia de un pasado más tranquilo, más humano. Amén de una preocupación directa por la salud del ciudadano, que aquí en Valencia es cuestión que, al parecer, mueve a risa al gobierno municipal, así lluevan informes médicos cada día con mayor profusión.

El insomnio es uno de ellos y si es malo en sí, sus secuelas pueden no irle a la zaga. Cefaleas, sordera progresiva, hipertensión, riesgo cardiovascular, problemas neurológicos y digestivos. A medida que nuevos estudios van saliendo a la luz, la lista de los males causados por el ruido en una ciudad como Valencia, se amplía. Según algunos expertos no pasarán muchos años antes de que esté probado que la contaminación acústica causa más daño que el fumar y de manera mucho más insidiosa. Pero ojo, que hay en preparación una ley, otra más, que el Gobierno central decretará bajo el nombre "Ley del Ruido". Las risas contaminarán acústicamente el planeta, tan lejos, digamos, como Washington D.C. En este país hay tantas leyes contra todo que no se cumple ninguna y cada quisque hace lo que le viene en santa gana.

Baste recordar lo ocurrido hace poco en Palencia. El Supremo impone dos años y tres meses de cárcel al dueño de una discoteca por exceso de ruido, informó EL PAÍS. Una tortura de años que se saldó con resultado de graves enfermedades probadas y varios abandonos de domicilio. Pero indulto parcial de la pena y sin cierre definitivo de la disco, sólo clausura de tres años. ¡Esto ha sido considerado como un gran triunfo de la ley y el orden!

Leyes, ordenanzas, normas. Cornudos y apaleados. Tiendas hemos visto estos días en que, con grandes letras, se dice: petardos. Que se lo cuenten a Rita, aunque ya lo sabe. Como sabe que Valencia es la capital del ruido y olé.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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