Clonc, catacloc, clonc
"Cada vez que nos borráis, nos regaláis otra página en blanco. Seguid así". El muro que rodea el Palau de la Generalitat -en profundo proceso de reforma- era un inmenso grafito en la noche del pasado miércoles con todo tipo de pintadas y lemas. Por supuesto, todos contra la guerra. "Espai alliberat contra la guerra", se leía.
Los mossos de la puerta del Palau de la Generalitat contemplaban el espectáculo impasibles. Al otro lado de la plaza, junto a la puerta del Ayuntamiento, un operario municipal se afanaba en limpiar una pintada consecuencia de algún despiste de los guardias.
En medio, los jóvenes que llevan una semana en pie de guerra habían instalado una jaima porque el campamento ha ido aumentando día a día. Colchones en el suelo, ropas, comida, bebida. Hasta una cocinilla. Sentados en el suelo, megáfono en mano, en continua asamblea.
La noche del miércoles Barcelona ejecutó un extraño concierto contra la guerra. Una gigantesca orquesta tocó por la paz
A las dos de la madrugada, una hoguera ardía en medio de la plaza. Clin, clin, clin. Un joven con una melena hasta la cintura estaba sentado junto a la lumbre y se empeñaba en golpear el suelo para no dar por terminada la sinfonía de ruidos.
Un policía municipal interrumpió discretamente la asamblea: "Es que los de la limpieza tienen que hacer su faena. ¿Podéis retirar vuestras cosas?", preguntó con suavidad. Dicho y hecho. Algunos de los concentrados se levantaron de la asamblea y apartaron trastos. Un rato después los chorros de agua a presión engulleron las llamas, y de paso la porquería.
La asamblea seguía. En el mural, algunos extranjeros occidentales no dudaban en dejar su huella. No todo eran pintadas, sino que se perfilaban retratos más elaborados a un lado del muro de la Generalitat. Eran los más trabajados y alguien comentaba que sus autores habían sido unos estudiantes de Bellas Artes que se habían instalado con sus caballetes en la jaima.
"Nosotros pintamos de noche y luego lo blanquean. Así que cada día tenemos una página nueva", comentaba uno de los concentrados. Sin embargo, el grafito permaneció intacto ayer a lo largo de todo el día.
Dando vueltas, un inmigrante -de origen no muy lejano a la zona del conflicto bélico- atendía a su supervivencia cotidiana y vendía cervezas.
No demasiado lejos, en el Pla del Palau, frente a la Delegación del Gobierno, el campamento contra la guerra había crecido. El jueves pasado eran apenas cuatro o cinco tiendas. En la noche del miércoles podían contarse una veintena, alineadas en dos bloques a uno y otro lado de la zona de paso de la plaza.
El silencio ya casi se había impuesto después de una noche intensa. La acera de la Delegación del Gobierno ya no estaba rodeada de vehículos policiales. Las vallas seguían protegiendo el edificio.
La del miércoles fue una noche ruidosa. Casi escandalosa. Toda una sinfonía de sonidos metálicos agudos, algo así como clinc, clinc, clinc; otros de hojalata, más opacos, clac, clac, clac. Y otros aún más graves y que sonaban como los cascos de caballos: cloc, catacloc, cloc. Algunos, como platillos de orquesta: ching, ching, ching. Otros, más sordos, casi huecos, procedían del chocar de cucharones de madera contra una superficie metálica. Y finalmente, cucharillas contra vasos y tazas: como grillos. La sinfonía, inacabada se completaba con cualquier objeto que se tuviera a mano. En los recintos semicerrados, como los interiores de manzana, se intuían las sombras en las ventanas y balcones. En la tiniebla, el rey era el ruido. Cloc, cloc, clinc, clac, clac, clac, plin, plin, pun, pun, pun, clanc, clanc... En las calles, los vehículos se sumaban a la banda con estridencia de cláxones. Bares y restaurantes se emplearon a fondo con todo tipo de instrumental. Si no sonaban lo suficiente -los platos, además de romperse, ofrecían un sonido demasiado tenue-, se optaba por otros más contundentes.
Un concierto nunca ensayado y perfectamente ejecutado. Tanto, que hubo múltiples bises. Daba la sensación de que una fuerza extraña empujaba a la mano a seguir golpeando. Las manos tenían vida propia. Como en la tamborrada de Calanda.
La teórica cacerolada de 15 minutos se prolongó mucho más. A las once de la noche, unas 50 personas paraban el tráfico en la Gran Via, a la altura de la calle de Urgell. Seguían con el concierto ante unos conductores que o se apuntaban dándole al claxon o daban marcha atrás. Cerca de la plaza de la Universitat, otro grupito, menos numeroso, cortaba otra calle blandiendo perolas y cucharas.
A medianoche, en la plaza de Catalunya, una docena de personas concentraron los restos de las velas del acto de la tarde y formaron algo parecido a un altar. Alguien se había entretenido en rodear con las velas el estanque ante el monumento a Francesc Macià. Al otro lado de la plaza se escuchaba, a lo lejos, un clinc, clinc, clinc.
La del miércoles fue una noche extraña en Barcelona. La ciudad que suele ser discreta se tornó escandalosa. La guerra lo revoluciona todo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.