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Columna
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Mutaciones imprevistas

Dijeron que lo nuestro era un raro fenómeno hormonal. El caso es que cuando me casé yo era un tipo normal. Mi esposa, por otro lado, era una chica preciosa, con todos esos atributos que se dicen femeninos. Pero, poco a poco, todo empezó a cambiar ostensiblemente. No, no estoy hablando de una operación de sexo, sino de una especie de milagro, aunque no sé si en este caso el término es adecuado para las extrañas circunstancias que transformaron nuestras vidas. Una mañana después de ducharme, mirándome al espejo, me vi mujer, aunque no sé si ésta es la mejor forma de explicarlo. Sí, puede que todo esto les parezca una tontería, algo que pasa todos los días, pero no era el caso. A la mañana siguiente, y a la otra, cada vez con más claridad, el espejo volvió a mostrarme como mujer, y, la verdad, si les soy sincero, no me veía nada fea.

Cuando se lo conté a mi esposa, ella me miró con la expresión grave, y con una voz un poco más áspera de lo habitual, me respondió: "Me daba miedo contártelo. A mí me pasa lo mismo. Cada vez me veo más hombre". Yo guardé silencio. Ignoraba las razones por las cuales estábamos permutando, pero, como éramos recién casados, pensé que mi ignorancia se debía a mi falta de experiencia, y que aquello, hasta cierto punto, podía ser lo normal.

La evolución del cambio fue visible en cuestión de días. Mi mujer comenzó a afeitarse una sombra de bigote que empezaba a asomar en su labio superior, y a mí empezaron a crecerme los pechos. No digo que no me diese un poquito de aprensión aquella erupción adolescente a mis años, pero la verdad es que poco a poco llegué a superar el miedo a mi pubertad tardía y equivocada a fuerza de acostumbrarme a sus signos evidentes. A cambio, tenía la ventaja de que había recuperado el pelo, entre otras cosas. Mi mujer, por el contrario, lo asimilaba un poco peor, sobre todo cuando descubrió que se le estaban poblando de folículos capilares las piernas y el pecho -cada vez más plano- y que, en cambio, perdía bastante pelo de la cabeza.

Llegó el día en que mi mujer tuvo que orinar de pie y yo compré mi primera caja de tampones. Sí, ya sé que es un eufemismo cortés, pero no encuentro otra manera de expresarlo. Una mañana de domingo, cuando observábamos desnudos nuestros cuerpos en la cama, le confesé: "Al principio me espantaba dejar de quererte y también viceversa", y mientras hablaba me toqué los pechos. Ella, con aquella voz de galán radiofónico que se le había puesto, me contestó: "Nada ha cambiado. Seguimos siendo los mismos, ¿no?"; y me estrechó entre sus brazos.

Ahora estamos bien como estamos, pero la verdad es que tampoco nos preocuparía cambiar de nuevo, quién sabe, para un futuro. Cada sexo tiene su cosa. Además, mi hombre me ha dicho hoy que quiere ser madre. "No te preocupes, cariño", le he contestado, "que ya te lo traigo yo al mundo". Pero él nada, erre que erre, insiste en que quiere ser madre. He de hacerle comprender que ésa es la única diferencia que hay entre él y yo, si es que hay alguna... ¡Hombres!

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