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Columna
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Lo peor

Resulta complicado apelar a la ética en los tiempos que corren: la justicia se expresa mediante bombas, las democracias aprueban leyes que limitan las libertades de prensa, los Estados laicos invocan a Dios para que proteja a sus ejércitos. Uno puede hacer oídos sordos a lo que ruge en los televisores, puede apretar el interruptor y rescindir las imágenes de tanques, ametralladoras y edificios saltando en pedazos; incluso se puede refugiar en las páginas de deportes del periódico y creer que vive en una isla, y taparse los oídos cuando las conversaciones del autobús tomen un rumbo que no sea apetecible. Todo sucede a demasiados kilómetros de distancia como para que me alcance el polvo de los escombros, cabría razonar, en nada van a alterar los acontecimientos de los noticiarios mis rutinas, esperanzas ni decepciones. Cabe alegar todo eso, de acuerdo, pero basta con darse una vuelta por los alrededores de Morón de la Frontera, provincia de Sevilla, o Rota, provincia de Cádiz, para comprobar lo falaz de esos argumentos: grandes pájaros de níquel y aluminio emprenden el vuelo con el vientre cargado de muerte, y vuelven una vez y otra a alimentarse al siniestro abrevadero que protegen las alambradas. De aquí, de nuestro propio corazón, del suelo que pisamos para ir al trabajo o encender la barbacoa, brotan las aves rapaces que cazan en los telediarios. De algún modo, que sus nidos estén a dos tiros de piedra nos compromete en todas sus fechorías, nos mancha con la sangre de las víctimas y nos vuelve cómplices, como aquellos alemanes de los años cuarenta que fingían ver en Dachau una inocente fábrica de suministros.

Parafraseando una vieja canción, podría afirmarse que vivimos malos tiempos para la ética: este pobre profesor de secundaria no encuentra ejemplos que sostener frente a la perplejidad de sus alumnos. Los protagonistas de las películas dicen que en la guerra y en el amor todo vale, pero sus balas son de fogueo y las mujeres están maquilladas; en la vida real, los hombres necesitamos de un código de leyes que nos proteja de las decisiones arbitrarias de nuestros vecinos y que nos impida caer en el fango más sucio de la animalidad. Lo peor de esta guerra no radica en los bombardeos, los cadáveres, los éxodos de damnificados, las epidemias, los campos de concentración: todo está tan visto que los reportajes de televisión parecen limitarse a repetir una sobada película. Lo peor, tenía razón el señor Bush, está por venir. Lo peor llegará el día después de la deposición de las armas, cuando se demuestre que gracias a la pataleta de tres irresponsables mandamases se han echado por la borda los progresos morales acumulados por el hombre en doscientos pacientes y estériles años. Lo peor es que esta guerra demuestra que el Derecho y la ética pueden pisotearse como esas sucias arenas de los desiertos que hollan las botas militares: pasó el tiempo de las soberanías nacionales, pasó el tiempo del arbitraje de la ONU, pasó el tiempo de la cooperación interestatal, pasó, sobre todo, el tiempo de las leyes, del imperativo, de aquellas normas que, según Kant, obligaban moralmente a un sujeto racional y responsable. Eso es lo peor.

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