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Dos políticas criminales

Pablo Salvador Coderch

La primera proviene de California, un Estado más influyente que Francia. Hace 10 años, los californianos instaron a sus políticos a que aprobaran una reforma penal según la cual, al tercer delito, su autor, tras ser sometido a juicio, es ingresado en una celda y el Estado arroja la llave al mar: a la tercera va la vencida o al tercer golpe te retiramos de la circulación (three strikes and you're out). Ahora el Tribunal Supremo federal de EE UU ha convalidado la legislación californiana en sendos casos recurridos sin suerte por dos infelices irremediables. En "Ewing contra California", la gota que colmó el vaso fue el hurto de tres palos de golf que valían unos 1.200 dólares por Gary Ewing, un pobre diablo en libertad condicional y con bastantes antecedentes por delitos anteriores. Condenado a una pena mínima de 25 años y, en función del comportamiento, hasta cadena perpetua, Ewing recurrió contra su severa sentencia ante el Supremo y éste le responde diciéndole que dirija sus quejas al electorado de California. Para la mayoría conservadora del Tribunal Supremo norteamericano, las legislaciones penales de los Estados son asunto de cada uno de ellos y sólo en casos extremos cabría una revisión. En Europa, el caso ha sido criticado por quienes creen que ha de mediar proporcionalidad entre el delito cometido y la pena impuesta, pero la cuestión de fondo es el retorno a un federalismo primigenio muy reacio a reconocer poderes taumatúrgicos al Estado federal, o central, que diríamos aquí.

En España, la competencia en materia de legislación penal es rígidamente estatal y las leyes penales han de ser votadas en bloque por mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. Ahora, el Gobierno del PP patrocina una reforma penal según la cual a quien, al delinquir, ya hubiera sido condenado por tres delitos similares, se le aplicará la pena superior en grado a la prevista por la ley para el delito cometido, algo que en materia de robo implicará pasar, por ejemplo, de una pena de dos a cinco años a otra de cinco a siete años y medio si medió violencia o intimidación. En parecida línea, cuatro faltas de hurto en un año que superen en conjunto 400 euros serán consideradas como delito, algo que supondrá para el ratero habitual una pena de entre medio año y año y medio. Como se ve, la reforma queda lejos de California. Todavía.

La segunda política sancionadora exportada por los norteamericanos a todo el orbe surgió en Nueva York, malherida capital del mundo. San Rudolph Giuliani, su penúltimo alcalde patrocinó una política de tolerancia cero (zero tolerance) para con todo tipo de delitos y faltas, y arrasó: la tasa de criminalidad se hundió y por cada error, que los hubo, cosechó 50 aciertos.

Entonces los europeos seguimos en tromba: Jacques Chirac hizo de la versión europeamente correcta del lema -"impunidad cero"- una bandera de su campaña presidencial y lo propio está ocurriendo ahora en nuestro país, donde un día sí y el otro también activistas e informadores claman incansables por la impunidad cero para crímenes y maltratos varios.

Ambas políticas criminales encarnan una humana aspiración de seguridad absoluta, de riesgo cero. Hay muchas más. Así, otras versiones recientes de clamoroso éxito son el nunca máis de las costas gallegas asfixiadas por el chapapote o, al otro lado del mismo océano Atlántico, el fome zero del presidente brasileño Lula da Silva.

Mas el ansia del riesgo cero no siempre es razonable. A veces, alcanzarlo resulta factible -la viruela fue erradicada del mundo-, pero con frecuencia, a partir de cierto grado de reducción de riesgos, el esfuerzo que debería desplegarse para conseguir suprimirlos del todo es contraproducente, mucho más costoso que beneficioso para la sociedad. Es bueno tender al pleno empleo técnico, pero no al paro cero. En España murieron el año pasado unas 5.500 personas en accidentes de tráfico, un impuesto de sangre que debemos reducir todavía mucho más, pero que no es eliminable sin cambiar nuestro modo de vida por otro distinto y sin duda peor.

La receta del riesgo cero para cualquier política imaginable es un lema incandescente que alimenta los fuegos sagrados de nuestras religiones nacionales y si, como bien podría suceder, encontrara a media docena de demagogos dispuestos a jalearlo a toda costa, el resultado sería estremecedor.

Así, si en un país como el nuestro, el eslogan de a la tercera, va la vencida se uniera con el de tolerancia cero a golpe de reformas del Código Penal, la obsesión por erradicar tal o cual lacra se llevaría por delante a muchos inocentes -falsos positivos- y, además, las sanciones que sería necesario aplicar para incapacitar a los últimos irreductibles deberían ser de una severidad tan extrema, que resultaría absolutamente gratuita para la mayor parte de los restantes y desgraciados infractores. Casi resignado a la tormenta ideológica, no albergo muchas esperanzas de que dos lemas provenientes de focos de irradiación cultural tan impresionantes como California o Nueva York no vayan a cegar a medio mundo, pero tampoco se pierde tanto con advertirlo. Son sólo dos políticas. Criminales.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.

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