El cambio de reglas de EE UU
Hace ya mucho tiempo, más de dos años, que Europa sabía que se estaba enfrentando a un nuevo dilema: dejarse arrastrar por EE UU a escenarios bélicos provocados por sus intereses específicos, o quedarse al margen y aparecer ante el mundo en una posición de gran debilidad.
"Los europeos", escribía en febrero de 2002 el periodista norteamericano Michael Mayer, "no saben si prefieren que les dejen dentro o fuera. Lo único de lo que están seguros es de su miedo a que Washington haya cambiado las reglas y de que ellos ya no las conozcan".
Es justo lo que ha pasado en estas semanas en relación con la guerra de Irak. EE UU ha cambiado las reglas y ha puesto en práctica lo que anunció el secretario de Estado, Colin Powell, al inicio de 2002 y que tanta preocupación y tantos análisis provocó entonces: EE UU, dijo Powell, diseñará sus misiones y luego levantará las coaliciones necesarias para llevarlas adelante.
El grito de "todos a una" lanzado por el PP en el tema de Irak sería poco comprensible en el Reino Unido, donde ha habido un magnífico debate parlamentario
Si las misiones determinaban las coaliciones, estaba ya claro que EE UU no iba a pensar ni en la OTAN ni en el propio Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Washington, o mejor dicho, la Administración de George W. Bush, no iba a reconocer a ningún organismo multilateral el derecho a interferir en sus misiones ni en sus objetivos. Unos lo llamaron "unilateralismo intervencionista", y otros, los más optimistas, lo calificaron de "multilateralismo a la carta".
La realidad era que Europa tenia delante de sí un escenario nuevo: ya no era un aliado que podía debatir lealmente con Estados Unidos, sino un simple ayudante que sólo podía aspirar a influir en ocasiones en su poderoso jefe.
La guerra en Irak ha sido la primera escenificación de este dilema: la Unión Europea podía elegir entre quedarse al margen o verse arrastrada a un conflicto bélico que no deseaba. No había nada que discutir: o sí o no.
Por eso se ha producido esa fractura en la UE: unos, en concreto los Gobiernos británico y español, han decidido decir sí. Al unirse a la coalición de las Azores dejan claro que aceptan que EE UU fije unilateralmente las misiones y que están de acuerdo en unirse a los sucesivos grupos de apoyo que se vayan formando. Francia y Alemania han decidido, por lo menos de momento, decir no. EE UU es lo bastante poderoso como para saltarse las reglas, afirman, pero no puede aspirar a que todo el mundo acepte cambiarlas a toque de corneta.
Motivos distintos
El Gobierno británico y el español han adoptado la misma postura, pero es seguro que por razones distintas, y, desde luego, con modales muy diferentes. En el caso español, sería simplemente un delirio pensar que la Administración de Bush puede cambiar o modificar su diseño de Oriente Próximo o de cualquier parte del mundo en la que tenga intereses específicos a la vista de nuestros consejos o presiones. Así que los objetivos de José María Aznar tienen que ser más limitados: algún contrato, el derecho a llamar por teléfono en caso de emergencia...
En el caso británico, debe haber contado, sin duda, una larga historia común de los dos países. Pero hasta los mejores amigos del premier británico le han indicado los peligros de su apuesta: sólo tendría sentido apoyar la guerra en Irak, escribe el conocido periodista Martin Wolf, si Blair combate al mismo tiempo con firmeza la extensión de la política norteamericana de ataques preventivos a otros países y si impide las maniobras de Washington para debilitar los organismos multilaterales. Y si no lo consigue, Blair tendría que estar dispuesto a romper su alianza con la Administración de Bush: ese sería el camino del respeto propio y del interés nacional.
La diferencia entre Londres y Madrid ha estado también en sus respectivos Parlamentos. En España, el partido del Gobierno, el PP, ha tenido a gala no dar la menor señal de debate interno, discusión o disidencia. Pese a la gravedad e importancia de la decisión adoptada por el presidente del Gobierno, los diputados, ministros y dirigentes del PP se han limitado a lanzar un grito de "todos a una" que sería poco comprensible en Londres.
En el Reino Unido, bien al contrario, el Parlamento, Westminster, ha jugado un extraordinario papel, con un encarnizado y brillante debate político. Cómo no sentir envidia ante la pasión y el respeto por sus oponentes con que Blair ha defendido sus posiciones. Cómo no aplaudir las extraordinarias intervenciones parlamentarias del líder de la mayoría laborista, Robin Cook, o del secretario de Interior, John Denham, al explicar sus respectivas dimisiones... Hasta el conservador Financial Times cayó rendido a sus pies.
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