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De qué valen los gestos

El que escribe tuvo el extraño privilegio de recibir la noticia del inicio de la guerra (esta indigna guerra, esa enésima guerra de los americanos frente a un país del Tercer Mundo) mientras ayudaba a difundir un manifiesto universitario en contra del conflicto inminente. Y entonces el que escribe tuvo un momento de debilidad, un momento en el que se cuestionaba seriamente de qué valían tantas firmas, y tantos actos simbólicos, y tantas afirmaciones retóricas, frente a la contundencia de las armas. Pero quizás, a esos efectos, la tragedia que sufre el pueblo vasco desde hace décadas pueda servirnos de lección. Si hay algo que ha cambiado frente a la violencia de ETA no ha sido la mayor eficacia policial, ni las dudosas medidas adoptadas en contra de un entorno terrorista que cada vez se hace más amplio, más peligrosamente amplio. Algo ha cambiado entre nosotros desde hace algunos años, y eso es precisamente la capacidad de formular un gesto, de articular demostraciones cívicas, de mostrar la rebeldía ciudadana en contra de la violencia.

En cierto modo, el pueblo vasco se va redimiendo de la violencia de ETA gracias a esa constante, paciente y en modo alguno inútil, constatación de su falta de resignación. Los asesinatos en los años setenta y ochenta se multiplicaban con estremecedora frecuencia, sin que nadie por ello se detuviera en la calle, ni tomara la molestia de concentrarse, ni hiciera un alto en su trabajo. Y ahora, sólo ahora, la certidumbre de que eso es necesario podrá algún día llegar a explicar, a certificar históricamente, que el pueblo vasco no estuvo de acuerdo con tantos crímenes horrendos como se cometieron en su nombre.

Pero de la guerra de Irak que acaba de iniciarse podremos algún día decir lo mismo. Aznar se ha revelado como uno de los siervos más sumisos de Bush en el viejo continente; ha condicionado para muchas décadas las relaciones de España con los países árabes; ha dinamitado cualquier posibilidad de que Europa cuente con una política exterior común; ha arriesgado, incluso, la seguridad interna de su propio país, posible blanco ahora de cualquier fanatizado grupúsculo islamista. Pero la abrumadora contestación que ha recibido es precisamente lo que salva, lo único que salva, la conciencia ética de sus gobernados.

Frente a la gente escéptica ante lo simbólico, ante lo testimonial, aquellos que sí tienen el coraje de realizar al menos un mínimo esfuerzo y ofrecer su testimonio están salvando la dimensión ética de toda una sociedad. Y esa certidumbre es la que puede y debe seguir movilizando a la gente, incluso en un momento en que la curiosidad informativa ante los avances o retrocesos de la guerra puede adormecer la protesta y convertirnos en meros espectadores.

Mientras el que escribe escuchaba al fin la noticia de los primeros bombardeos, la página web (www.universidadcontralaguerra.net) que reclamaba desesperadamente nuevas adhesiones universitarias para el enésimo manifiesto en contra de la guerra no dejaba de seguir goteando nombres, nuevos testimonios de personas muy concretas que, a pesar de todo, opinaban que aquel gesto merecía la pena. Era como una demostración de fe, era un perseverante aluvión de nuevas identidades que seguían engrosando aquella lista, otra lista, una lista más. Impedida de cualquier eficacia, la lista exudaba ternura y la asombrosa constancia con que seguía aumentando resultaba casi inexplicable. Nada que no fuera la perseverancia podría dar sentido a aquel imparable movimiento.

Quizás algún día, cuando se cuente la historia de un país insignificante que dio cobertura diplomática a una guerra tan cruel, la constatación de tanta resistencia popular, guiada a través de los medios más variados, servirá para testimoniar también la existencia entre nosotros de un poso de cierta dignidad, una dignidad que ni siquiera llegaron a vislumbrar los gobernantes que nos metieron en esto.

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