Amunt Valencia
En la Nit del foc, justo cuando los ninots entraban en capilla y las falleras se repartían los balcones, el aguerrido Valencia de Rafa Benítez, bien vestido con las piezas de su armadura, prendió fuego al polvorín de Mestalla y a su propio escudo nobiliario. Fue la velada más luminosa del año; una cita con el color, el sudor y el ruido en la que todas las figuras eran inflamables. Mientras una bandada de murciélagos de tela recorría el anfiteatro, el mortero Ayala, la bomba Vicente, el buscapiés Vieira, la carcasa Carew, la granada Pires, el cohete Henry, la bengala Aimar y otros cuerpos volátiles y combustibles empezaron a cruzarse peligrosamente sobre nuestras cabezas. Por un momento el estadio se convertía en el crisol de la ciudad.
Para Arsene Wenger la aventura podía terminar en un callejón sin salida. Tiempo atrás había hecho a sus jefes una larga lista de peticiones con la promesa de que transformaría al Arsenal, el belicoso escudero del Manchester, en un club verdaderamente grande. Por razones de prudencia económica decidió excluir a Zidane, pero reclamó sucesivamente a Henry, Pires, Vieira y Wiltord; quería, en resumen, la síntesis de la selección francesa. Cuatro años después estaba en disposición de armar sobre el campo a uno de los mejores equipos del mundo: manejaba desde el banquillo una máquina de geometría variable en la que coincidían la fibra de carbono de Vieira, la fibra óptica de Pires y, por supuesto, la fibra muscular de Tití Henry, un deportista que recorría el campo como un flexible galgo de chocolate. No necesitaba más.
Sin perder su aureola de curita de aldea, Rafa Benítez, en cambio, había agrupado la plantilla del Valencia como se reclutaría la dotación de un buque corsario. Sus chicos procedían de todos los cuarteles, sentinas y escuelas; para empezar eran seres unidos por esa conexión del ánimo en la que los colegas se sienten cómplices. A su juicio, todo buen equipo debía construirse sobre una buena defensa, así que, dicho y hecho, sus leales, pongamos Ayala, Albelda o Carboni, habían recibido una sólida formación de zapadores. Abrían brechas, taponaban fugas, tendían puentes y hacían el más duro de los trabajos de mantenimiento: administraban los asuntos del subsuelo. El acabado del mecanismo era impecable: por delante, Aimar, Vicente y Sánchez tenían licencia para pensar y, en el vértice del equipo, el gigante Carew, con sus pómulos africanos y su barbilla de acero, era la viva estampa del mascarón de proa.
El desenlace estaba escrito: un resplandor naranja comenzó a iluminar la ciudad y el viento se confundió con la pólvora. Cuando reventó el segundo gol descubrimos el misterioso punto común entre fútbol y pirotecnia.
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