Otra Antígona, por favor
Sigue firme en la calle la oposición contra el casi seguro ataque a Irak. Aquí, como en toda Europa, parece estar cristalizando una nueva sensibilidad ciudadana, cuya matriz es ética y sentimental, más que política o ideológica. La nueva bandera afirma los colores básicos de la tradición humanista: la piedad preventiva por las víctimas de la guerra anunciada; el valor indiscutible de la vida; la imposibilidad de aceptar moralmente que la piel de los iraquíes es el precio que vale mantener el confort y la seguridad de Estados Unidos (y de Occidente en general). Es la expresión de la repugnancia hacia un sistema que pretende asegurar la tranquilidad de sus gentes acribillando a otras con extrañas bombas que causan efectos espeluznantes: cabezas, por ejemplo, separadas de sus troncos como frutos podridos. Las cadenas humanas que ocupan nuestras calles, los jóvenes escudos que vuelan hacia Irak, los que se reúnen en las catedrales para rezar, los artistas que aprovechan su tirón para superar barreras informativas, las fenomenales redes que están tejiéndose en Internet forman el humus de una nueva ciudadanía transnacional que se agarra a la pureza de los sentimientos humanistas. Forman cadenas de abrazos, catedrales de afecto, películas de amor universal. Los más ingenuos aplauden sin reservas. Los calculadores suben al carro con reserva mental, mientras que los resabiados se burlan de semejante sentimentalismo y lo consideran gaseoso y volátil.
Muchas de las personas que se han unido para protestar contra el ataque a Irak, se separaron para protestar contra el ataque a Martxelo Otamendi, pero son indiferentes al ataque a Gotzone Mora, y viceversa
Puede ser, efectivamente, muy superficial este deseo de paz que florece en nuestra opinión pública como una primavera de buenas intenciones. Para no engañarnos demasiado podríamos recurrir al caso vasco. Estos días hemos asistido en Cataluña al curioso espectáculo de lo que, si se me permite la distancia irónica, podríamos llamar la bifurcación utilitaria de la solidaridad o el cruce en el que la comprensión del dolor humano se adapta a las afinidades ideológicas. Por una parte, ha estado entre nosotros Martxelo Otamendi, director del periódico en lengua vasca que el juez Del Olmo ha silenciado. Sorprendido ante el cariño que ha encontrado en la Cataluña más catalanista, Martxelo ha explicado con verosímiles palabras las torturas a las que, al parecer, fue sometido durante los días en que estuvo aislado. Por otra, ha estado entre nosotros Gotzone Mora, el rostro de ¡Basta ya! más conocido en Cataluña (puesto que protagonizó, junto con una militante del PNV, el programa En camp contrari, de TV-3). Gotzone también ha encontrado entre nosotros calor y afecto. No pudo hablar, ciertamente, en la Universidad de Barcelona (UB), pero lo hizo en el más dinámico foro cultural de Barcelona, el Centro de Cultura Contemporánea (CCCB), y encontró la solidaridad activa de los más críticos con los nacionalismos. Gotzone, entrevistada en diversos medios, pudo enmendar reiteradamente el error del rector de la UB, Joan Tugores.
Según el tinte ideológico del medio o del grupo en el que se acogían las muestras de solidaridad, los casos de Gotzone y de Martxelo han servido en Cataluña (y en Madrid) no sólo para confirmar el irredentismo ideológico que divide hoy en día a los vascos, sino para teñir el espacio catalán, tan diferente, de este irrefrenable camino hacia el frentismo (paso previo al fratricidio). Esta especie de piedad a la carta, este subrayar o silenciar el sufrimiento del otro en función de una toma de partido previa es el algodón que no engaña: enseña la cara interesada o inconsistente de la solidaridad. Muchas de las personas que se han unido para protestar contra el ataque a Irak, se separaron para protestar contra el ataque a Martxelo (indiferentes al ataque a Gotzone), y viceversa. "Es más fácil amar al prójimo en general que a las personas que nos toca soportar cada día", escribió Dostoievski, apesadumbrado por su alma rusa. Y así es. No es costoso ni comprometido declararse solidario con los lejanos iraquíes, pero al que se siente vinculado ideológicamente con la causa nacionalista vasca le es muy difícil comprender el drama de Gotzone Mora, que tiene que ir escoltada a todas partes, y ve caer, uno tras otro, como conejos, a sus amigos vasco-españoles. Y al contrario, si uno es indiferente a la suerte de la lengua vasca o a las dificultades de las familias de los presos vasco-secesionistas (que pagan por los delitos de sus familiares: murieron el otro día de accidente dos familiares más, y van 12, a 750 kilómetros de su casa; lo explico porque de este sufrimiento apenas hablamos), si uno es indiferente a esta realidad, se mostrará indiferente a los malos tratos que ha denunciado el periodista Martxelo, aislado durante días en la cárcel en manos de una policía que acaba de ser denunciada también por unos valencianos acusados sin fundamento de formar parte de Al Qaeda.
El peligro de lo que estoy diciendo es la equidistancia. Quiero negarla sin ambages: la violencia vasca tiene básicamente el color etarra. Pero afirmar esto no niega el esfuerzo que hay que hacer para desarmar la violencia ideológica y verbal que se ha apoderado de Euskadi (y de España cuando se habla de Euskadi). Violencia verbal que en los Balcanes desembocó en torrente de sangre. Hay que desactivar la criminalización del nacionalismo vasco con la misma fuerza que hay que desactivar la criminalización del españolismo por parte de los independentistas. Hay que defender a todas las víctimas del dolor, si no queremos que el resentimiento lo infecte todo irreversiblemente. Hay que recordar una vez más a Antígona. Hija de Edipo, padre trágico que se arrancó los ojos, y hermana de Etéocles y Polinices, que lucharon en bandos distintos para conseguir el reino de Tebas. Muertos ambos en batalla, en manos uno del otro, el regente Creonte ordenó que no se enterrara el cadáver de los tebanos que lucharon con el hermano considerado traidor. Antígona, que amaba a ambos, que sufrió por ambos, enterró al hermano que debía servir de pasto a las aves carroñeras, y fue condenada a muerte. Esta condena alimenta la utopía del reconocimiento del otro, la única medicina que puede combatir una epidemia de odio.
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