La confesión del trapero
Tal vez las personas más cercanas a mí, a las que más me parezco, sean las que encuentro, por la noche, hurgando en los cubos de basura. Creo que no he hecho otra cosa en toda mi vida, es decir, meter las narices
(graciosa expresión ésta, meter las narices)
en lo que desechan, en lo que abandonan, en lo que no les interesa, y volver de ahí con toda clase de despojos, restos, fragmentos, emociones truncas, sombras difusas, ínfimas menudencias, yo frente a todo eso, volviendo, revolviendo, guardando
(un trozo de gollete entre dos baldosas de la acera, por ejemplo)
descubriendo brillos, fulguraciones, usos. Casi siempre mis novelas están hechas de materiales así, de palabras así, de sentimientos así, que la cabeza y la mano trabajan y trabajan con una paciencia de orfebres. Si miro hacia dentro encuentro un almacén anárquico de expresiones desvaídas, cajitas de sustantivos, alambres de verbos para amarrarlo todo, una especie de canastilla de la costura
Aprendí muy pronto que la victoria se alcanza a costa de sucesivas derrotas
(de canastillas de la costura)
como las de mis abuelas, en las que se acumulaban botones rotos, hilos, mitades de tijeras, las pobres herramientas que me hacen falta para construir el mundo. Su racionalidad trunca es, a fin de cuentas, la aparente racionalidad trunca de la existencia, la respuesta a nuestras acciones inconexas, la búsqueda de una verdad tan difícil de distinguir de la pasión de la mentira, la amarga tiniebla interior indispensable a la luz, minados como estamos por una suerte de aislamiento esencial. Aprendí muy pronto que la victoria se alcanza a costa de sucesivas derrotas, entendiéndose por derrota la aridez de la ambición sin audacia. Claro que el precio es elevado, pero tal vez merezca la pena evadirse de las ciudades sepulcrales interiores en las que nos confinamos, aunque el desafío de la trivialidad genere, inevitablemente, una incomprensión profunda. Soy muy claro con respecto a lo que creo que es el arte de escribir una novela: no existe un sentido exclusivo y éste no tiende
(tal como nosotros)
a una conclusión definida. La única forma de leerla consiste en sustituir la obsesión del análisis por una comprensión doble, si así puedo expresarme: encontrarnos, al mismo tiempo, en el interior y por fuera de la intensidad inicial, o sea del conflicto entre lo cotidiano y el aniquilamiento cósmico, atemorizados por el horror y la alegría primitivos, vagando sin cálculo ni sentido, por el yermo de los días. Por eso mi búsqueda en los cubos de basura: se llega al mediodía del alma buscándola entre restos de comida, espinas, heces, bombillas fundidas, remiendos de colores: al vestirnos con ellos somos, por fin, lo que de hecho no hemos dejado de ser: mujeres y hombres que pueden caminar ahora por calles diferentes porque conocen, de modo inapelable, la voz de su alma, y detestan las restricciones de la falsedad. Escribir no exactamente novelas sino visiones, vivir en ellas como en un sueño cuya textura es nuestra propia carne, cuyos ojos, tal como los ojos de los ciegos, entienden el movimiento, los olores, los ruidos, la subterránea esencia del silencio. Todo es absurdo y grotesco menos la revolución implacable que conduce al puro meollo de la tierra, y todo esto se encuentra, a cada paso, en aquello que desechamos, en lo que abandonamos, en lo que no nos interesa: miedo a las certezas, que poco a poco se desarticulan, del montón de piedras, desprovisto de nexo, reunidas en el limbo en el que suponemos no vivir, dado que nos falta la esperanza que no se extingue ni en las bombillas fundidas y la certeza de una sonrisa, en cualquier punto, a la espera. Aquel que estuvo siempre dentro de nosotros, bajo la forma de una carta que suponíamos perdida o de un nombre incandescente de mujer, único resguardo posible contra la orfandad de la tristeza, la crueldad sin valor, la envidia, el muérdago rastrero de la depresión, los ademanes grotescos de las pobres marionetas ávidas que somos, frívolos, torpes, tan vulgares. Con restos de comida, espinas, heces, remiendos de colores podemos recuperar, espero, la dignidad. De pie y con la cara limpia, mientras los ríos que tenemos se van confundiendo con la suerte, aquella de la que tal vez se pueda renacer. Pido perdón por no explicar esto de otro modo: ocurre que no he fundado ninguna escuela literaria por más parientes que me inventen, y puede ser que padezca de la cabezonería de quien, pieza a pieza, se ha levantado a sí mismo: en consecuencia, me veo obligado a luchar con la lengua, el penar de la composición sufrida, la inmensa gama de significados oscuros que se sobreponen y entrelazan. Os dejo mis libros en la puerta, así como dejaban sus botellas blancas los lecheros cuando yo era pequeño. Están ahí. En el caso de que no los recojáis del felpudo seguirán ahí, puesto que yo no toco el timbre y, cuando abráis la puerta, habré bajado ya las escaleras. ¿Hacia dónde? Me gusta imaginar que hacia vuestro encuentro: si os asomáis al balcón es fácil que me veáis, parado casi en la esquina, revolviendo sedimentos y sedimentos
restos, emociones truncas, sombras difusas
hasta tocaros y tocarme en los adentros de nosotros, donde acongojadamente vivimos, en el encantado cuento de horror y alegría que es la única parte de la vida del hombre consciente.
Traducción de Mario Merlino.
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