Alegría
"Sólo una clave podría aventurar para descifrar el misterio" -escribe Fernando Savater en el epílogo de sus memorias tituladas Mira por dónde. Autobiografía razonada (Taurus)-, "pero es tan fundamentalmente enigmática como él: la presencia gloriosa, abrumadora a veces, de la alegría. Es el tono básico, el color esencial que barniza mi vida desde donde alcanzo con la memoria". Lo dice en la página 389, la antepenúltima, a la que llegué, como en un suspiro, sin darme cuenta, lo que, en parte, me traumatizó, porque hay cosas que uno desearía sin final. ¡Vaya descubrimiento!: a Fernando Savater se le lee de corrido, y hay quien le llevamos toda la vida leyendo por esa necesidad con la que, a veces, excepcionalmente, la ética se aviene con la estética, como si ambas fueran de una misma materia, esa materia mortal de la vida, quizá precaria, pero la única que tenemos a mano.
Empecé a admirar a Savater antes de conocerle personalmente, allá hacia fines de los sesenta del pasado siglo, cuando, en medio de las unánimes asambleas universitarias antifranquistas, se alzaba su voz discordante frente a cualquier consigna, enseñándonos, siempre con humor, que no hay peor temeridad que dejar de ser personal incluso en el frente de combate. Luego, cayó entre mis manos un breve ensayo, Nihilismo y acción, su primer libro, que me dejó perplejo por lo mismo: el uso gozoso de una libertad de pensar a la que muchos aspirábamos, pero sin atrevernos demasiado, porque, todo lo vuelto del revés que se quiera, los dogmas sucesivos trataban de encadenar nuestra juventud. A partir de entonces hasta hoy, he seguido siendo fiel lector suyo, no con pasión intacta, sino parcial y creciente, como debe ser la auténtica pasión.
¿Hace falta que ahora declare que su amistad, de cerca y de lejos, vivida y leída, ha sido uno de los mejores -y más emocionantes- dones que he disfrutado en lo que va de mi paso por este mundo, cuyo horizonte él, en la victoria y la derrota, ha ensanchado luminosamente tantas veces? A estas alturas, nunca pensé que haría una declaración de amistad tan, cómo decirlo, sonrojantemente impúdica, no por simple timidez, sino porque también se aprende a guardar lo mejor con discreción, no se vaya a echar a perder con el aventado estrépito. Por otra parte, mi reconocimiento por Savater no necesita publicarse... No obstante, ¿cómo no dejarse arrastrar por su pura alegría de vivir sin concesiones, sin escatimar un ápice desconsolador de lucidez, un jugárselo todo por la convicción razonada, por el antifanatismo? Aunque entusiasta, no muy ducho en cuestiones artísticas y, por completo, receloso ante las "salidas" estéticas, no ha habido nadie con quien comparta más cosas que con Fernando Savater, a quien tan poco me parezco. La amistad es así: un constante aprender del otro, admirado y admirable. Lo he visto refrendado de la primera a la última línea de Mira por dónde, y, aun a fuer de ser indiscreto, no he podido evitar proclamar esta alegría.
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