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Columna
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¿Palabra de quién?

Si hay algo que me horroriza es la tortura. Cuando miro hacia atrás, a los años últimos del franquismo, se me impone siempre una imagen gris y siniestra sobre la que domina el fantasma de la tortura. Me refiero a la tortura física, claro, esa muerte en retardo que lo confía todo a mi derrota, a la negación de mí mismo como posible y desesperada salvación. Sé que hay otras formas más sutiles de conseguir ese efecto: la amenaza prolongada, el terror difuso. Pero esa dependencia física que instaura el dolor, la claudicación inmediata, la sumisión sin paliativos, sin artificio, sin coartada psicológica alguna, me pone los pelos de punta. Aniquila la humanidad del torturado: éste sólo puede salvar su humanidad con su entrega animal a la muerte. Y aunque ignoro la veracidad de los muchos casos que se comentaban, tortura y franquismo están para mí asociados. Pensar que la justicia franquista hubiera podido dilucidar la autenticidad de esos casos era un dislate. Sólo cabía creer en la palabra del torturado, fuera o no cierta. La desnuda utilización del poder por parte de las dictaduras exige actos de fe.

¿Ocurre lo mismo en un Estado de Derecho? Hace unos días, Martxelo Otamendi denunciaba haber sido torturado durante su detención. Leí con atención su entrevista en Egunero, y, por encima de los pormenores que comentaba, me quedé con sus palabras últimas: había sido torturado, y si no lo había demostrado fue porque no lo había podido demostrar; si se querellaban contra él, estaría su palabra contra la de los querellantes. Me di cuenta de inmediato que se nos pedía de nuevo un acto de fe y así se lo comenté en una carta a un amigo. Sin pruebas fehacientes -aunque esa carencia no excluya de entrada la sospecha- y sin denuncia formal, todo se reducía en último término a creer a unos o a otros.

Los acontecimientos posteriores me han ratificado en mi sospecha. Maragall dice creer a Otamendi, y un grupo de profesores y escritores vascos firman ni más ni menos que un acta de fe en las palabras de éste. Por otra parte, el Gobierno reacciona de forma similar: se trataría también de creer en la palabra de Otamendi o en la actuación de la Guardia Civil; no ya en la de algunos agentes -que serían, en todo caso, quienes habían cometido el delito-, sino en la de todo el cuerpo, por elevación. De esta forma, desde discursos opuestos se venía a caer en la construcción de un relato uniforme. Se ha eludido lo que justamente no se tenía que haber eludido: la investigación judicial. Sólo está podía situar el caso en sus justos términos. Un individuo denuncia haber sido torturado por uno o varios miembros de las fuerzas de seguridad, unos individuos. En lugar de esto, caemos en banderías. El Gobierno podrá decir que era eso lo que pretendía Otamendi y que ha sido desenmascarado, aunque se puede objetar que, si era eso lo que pretendía, a fe que lo ha conseguido.

¿Puedo creer en la palabra de Martxelo Otamendi? De entrada parece inhumano no creer a quien dice haber sufrido, pero cuando el testimonio personal deja de ser tal, en sentido estricto, para convertirse en un programa político, uno tiene derecho a guardar sus cautelas. Otamendi convierte de inmediato su caso personal en indicio de una situación generalizada. Apela incluso al crédito que pueda merecer su persona -frente al escaso crédito, al parecer, de otros que han podido denunciar casos similares- como testimonio irrefutable de esa práctica general y hace un llamamiento a la movilización: convierte su caso en prueba de una causa y nos da como testimonio supremo su palabra. ¿Dadas estas circunstancias, podemos limitarnos simplemente a creer? ¿No tendríamos que confiar en que sea el Estado de Derecho quien resuelva la presunta tropelía, bien mediante denuncia judicial interpuesta por el damnificado o abriendo una investigación en caso de que aquella no se produjera?

Puede que el Gobierno tenga razón en sus sospechas, pero su argumentación me parece peligrosa, pues elude la presunción de inocencia al transformar sus sospechas en certeza. Es verdad que, si tuviera razón, la campaña de victimización del verdugo que podría poner en marcha este caso tendría consecuencias fatales para las víctimas reales, pero los atajos más cortos no siempre son los más eficaces y, por otra parte, la querella del Gobierno no consigue sacarnos del estado de creencia. Esa campaña fundada en la palabra de Otamendi sigue en pie. Sólo la justicia podía haber sometido a razón lo que los creyentes no harán sino magnificar. ¡Pobres víctimas!

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