_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ser hippy

Criaturas famélicas, ocultas bajo torrentes de barbas y cabellos, llegan a bordo de vehículos que parecen cascarones de huevo decorados con pinturas, y se desparraman por las laderas, invaden los prados y comparten el paisaje con las ovejas que pacen mansamente cada amanecer. Los vecinos de Órgiva y las localidades circundantes ven acrecentarse esta población como hormigas que se abalanzan sobre un cadáver; contemplan cómo cada día aumenta el número de melenas, de amuletos, de pechos sin sujetador y axilas que renuncian a la depilación, sin entender por qué el progreso tiene estos efectos colaterales de tan dudoso cariz estético. Durante la noche, como tribus de continentes más oscuros, estos jóvenes encienden hogueras y danzan al ritmo de tambores y cañas, buscando congraciarse con dioses que no figuran en los catecismos. Persiguen conectar con un más allá velado a los ojos corrientes a través de sustancias que se administran con píldoras, gases, humaredas, o el alcohol ecuménico, que pone la verdad al alcance de todo hombre. Tres o cuatro días soportan los lugareños este extraño aquelarre, bautizado por los participantes con el nombre exótico de Fiesta del Dragón. Y en efecto es un dragón lo que parece haber sobrevolado la tierra en el momento de levantar el campamento: cenizas enfriadas, restos de botellas y recipientes, alguna prenda que perdió el cuerpo que le servía de sustento, residuos humanos que la naturaleza se encargará de reciclar. También, en ocasiones, el rastro es más macabro: dos cadáveres, dos exploradores del subconsciente que quedaron deslumbrados por todo lo que les ofrecía el otro lado y se olvidaron de regresar a la vigilia.

Con los tiempos que corren, a nadie extrañará que se presencie con el ceño fruncido las correrías de los hippies de Órgiva y que, al cabo, incluso se les prohíba organizar sus fiestas paganas en medio de nuestras sierras. Es cierto que el pensamiento libertario debe mucho a estos apóstoles de pelo largo y olor a sudor, pero parece que sus reivindicaciones han caducado, que quedaron confinadas en la década de los sesenta y no conservan hoy un ápice de su vigencia. En mal mundo han ido a caer estos despistados: no pueden pedir paz y flores a un Occidente que calienta todas sus baterías para lanzarse a la enésima guerra contra un mosquito que le pica el talón; no pueden proclamar libertad sexual en un panorama acogotado por los peligros del sida y conducido a la abstinencia por una religión más férrea que nunca; las nuevas experiencias que las drogas prometían han quedado prácticamente proscritas ahora que la salud cunde por todas partes y fumar resulta más grave que una blasfemia; el espíritu se ha vuelto un parásito molesto que erradica con óptimos resultados el insecticida de la cuenta corriente; y pensar por uno mismo se ha vuelto una aventura demasiado arriesgada, porque antes de que nos demos cuenta podemos tropezar en un bache y acabar en la carretera del Eje del Mal, que todo el mundo sabe que conduce al infierno, como en aquella canción de AC/DC. En los sesenta, una vieja película de Alfredo Landa proclamaba que Ser hippy una vez al año no hace daño; en la primera década del siglo XXI, ser hippy supone tentar a todas las fuerzas adversas del desencanto y la derrota.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_